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El psicoanalista confrontado al imperativo de la felicidad (preludio 1)
Sabemos de Kant y sabemos de Sade. En clínica es frecuente tropezar con ambos, con sus imperativos más bien. El sujeto se enreda, da traspiés, se pierde en la selva de los debes, hay que, o tienes que, que remiten siempre a la moral. La moral, dice Theodor Sturgeon en su novela Más que humano, es el código de la sociedad para la supervivencia del individuo, mientras que la ética es el código del individuo para la supervivencia de la sociedad. Me atrevería a decir que todo imperativo está, según estas definiciones de Sturgeon, siempre en el lado de la moral. En el lado de la ética no podría enunciarse ningún imperativo porque, de hacerlo, la ética se convertiría de facto en simple moral.
La sociedad, entonces, impone sus normas al individuo que quiere sobrevivir en su seno. Sin entrar en la cuestión del origen de esas normas que aparecen y desaparecen según el mandato del mercado, lo que nos ocupará en la Jornada de los Colegios Clínicos en la FFCL-España tiene toda la potencia de una paradoja: el imperativo de ser feliz.
Dado que nadie, en realidad, puede exigirnos ser felices, nos hallamos por tanto frente a una autoexigencia, lo que la vuelve aún más cruel. Las redes sociales son el teatro principal para el despliegue de estos imperativos del estado del bienestar (horrible ironía): has de mostrar fotos de ti en lugares maravillosos pasándolo estupendamente con gente estupenda, por supuesto aplicando a tus imágenes todos los filtros que hagan falta para mostrarte joven y brillante. Tienes que enseñar qué comes y dónde bruncheas (sí, la moda del brunch ya tiene su propio verbo). Por supuesto, has de contar qué lees, cómo te vistes, qué serie de Netflix sigues, y cuántos miles de likes tiene tu última publicación… No cabe duda de que tanta actividad diaria sumada a las de toda la vida (el trabajo, la familia, la hipoteca…) puede acabar causando exactamente lo opuesto a lo que se te exige: la infelicidad. El malestar.
Y tampoco cabe duda de que son los nativos digitales, la franja más joven de la población, la que sufre esta presión con mayor intensidad. Aún están por ver sus efectos a largo plazo.
Sin embargo, y sin obviar la capacidad para el daño psíquico de este imperativo moderno, el de ser feliz y además mostrarlo a todos (quizá ahí, en el mostrarlo, radica el problema), a mí me interroga más lo que podríamos considerar el reverso de la cuestión.
A saber: ¿por qué hoy hay tanta gente, especialmente joven, es incapaz de soportar algo que podríamos definir, así a vuelapluma, el dolor de existir? ¿Por qué la tolerancia a la frustración, a sufrir lo que antaño se llamaba valle de lágrimas, las dificultades inherentes al hecho de vivir, es tan baja?
Porque si el anverso es el imperativo de ser felices, el reverso es lo insoportable de la impotencia. Hoy día, más que nunca tal vez, la dificultad para entender la diferencia entre impotencia e imposibilidad está haciendo sufrir a mucha gente.
Un sufrimiento en vano, que se opone a aquello que dijo Lacan en Yale en 1975 ante un montón de estudiantes jóvenes (hoy no tan jóvenes, claro está): «Un análisis no tiene que ser llevado demasiado lejos. Cuando el analizante piensa que él es feliz por vivir, es suficiente».
Feliz por vivir, eso sería suficiente. Del dolor de existir a ser feliz por vivir quizá sólo media… un análisis.