Publicado el 09/10/2018

Presentación del Curso 2018-2019

Estamos en tiempos de la llamada posverdad, que es una manera de nombrar que lo que se dice, no tiene por qué coincidir con los hechos. Una cosa es lo que se dice, y otra lo que se hace. Como si la palabra no tuviera peso, cuerpo, plomada. Sirviéndome del concepto de Bauman de lo líquido, podría decir que estamos en tiempos donde la palabra es líquida.

La posverdad entonces va de la mano de las inconsistencias: decir una cosa y la contraria y ambas valen, también de la impunidad, -que es justamente no querer pagar un precio, querer quedar exento-, y de las fake news.

A finales del S. XIX, las pacientes histéricas eran consideradas simuladoras, y que engañaban con sus síntomas de conversión. Freud fue quien descubrió que tras esos síntomas que padecían aquellas histéricas en sus cuerpos, había una verdad subjetiva, de carácter inconsciente que estaba oculta. Lo descubrió porque las escuchó. Escuchó sus dichos, sin taponarlos con su saber, y fue así como vio la importancia de la asociación libre, y descubrió que hay un saber no sabido por el sujeto. Fue gracias al peso que él descubrió tienen las palabras, como inventó el psicoanálisis. Así, estableció su concepción del síntoma como portador de una verdad no sabida. Una verdad de la cual el sujeto no se puede desentender salvo al precio del síntoma. Es decir, que el síntoma padece de una verdad de la que el sujeto no quiere saber nada. Pero no es solo eso.

Lo interesante es que observó, que la verdad tiene una apariencia, una vestidura mentirosa. Es decir que su representación significante es engañosa respecto de aquello que lo causa. A eso lo llamó proton pseudos, o mentira primera. Esa apariencia mentirosa fue lo que le llevó en algún momento a decir que sus histéricas le engañaban. Es decir, que la verdad habla, pero resulta que cuando habla, medio dice aquello de lo que se trata, que es lo que llamamos lo real, verdadero núcleo del síntoma. El significante siempre va a tener un carácter de mentira respecto de la cosa que quiere nombrar.

Entonces, en ese juego entre lo que se muestra y lo que se esconde asomándose, es como Freud inventó el psicoanálisis, que no solo se transformó en una práctica terapéutica de la palabra y con la palabra, sino en una herramienta muy potente para poder pensar lo que ocurre en las relaciones humanas, la sociedad y la cultura. Freud dio lugar al surgimiento de un nuevo discurso: el discurso psicoanalítico.

Este nuevo discurso, supone un corte epistemológico de carácter subversivo al concebir que en el sujeto hay un saber que no se sabe. Más que hablar somos hablados desde “otra escena”. El escritor Juan José Millás lo describe de manera maravillosa en su libro “Desde la sombra”.

Es inconcebible ninguna referencia a la cultura que no tome en cuenta el acontecimiento Freud. Como decía Stefan Zweig en su libro La curación por el espíritu: “(…) Gracias a la obra de Freud, las próximas generaciones contemplarán una época nueva con otros ojos, más libres, más sabios y sinceros(…) En Freud, por primera vez, inconsciente ya no significa incognoscible, y entra en la ciencia con un nuevo significado”.

En su práctica clínica, Freud se encontró con un tope a la rememoración que impedía ir más allá, y por tanto el desciframiento de los síntomas encallaba, y llevando paradójicamente a la repetición de aquello de lo que precisamente el paciente quería desembarazarse por el sufrimiento que conlleva. A eso lo llamó pulsión de muerte.

Si sus teorías sexuales infantiles fueron consideradas escandalosas, la teoría de la pulsión de muerte, es decir, de algo que nos habita y no quiere nuestro bien, le granjeó aún más enemigos, esta vez en su círculo más cercano.

Lacan lo nombró como goce, planteando que hay un hermanamiento entre verdad y goce. La verdad quiere poder decir el goce, pero la palabra muestra su impotencia, ya que solo puede medio-decirlo. Siempre habrá un excedente que queda inatrapable. Un imposible. A eso lo llamó lo Real, y de éste acabó diciendo que es el misterio del cuerpo que habla, el misterio del inconsciente.

Pero retrocedamos casi dos siglos. En 1797, Immanuel Kant y Benjamin Constant mantuvieron una polémica acerca de la legitimidad de la mentira. Si para Kant la verdad ha de ser un deber, y transformarse en un principio universal, para B. Constant aislar ese principio resultaría inaplicable, y además destruiría la sociedad. Pero a la vez, planteaba que si se rechaza, la propia sociedad será también destruida, pues eso implicaría que las bases de la moral quedarían trastocadas.

Para salir de ese callejón sin salida, Constant proponía un principio que sí sería aplicable: la articulación entre el deber y el derecho: “decir la verdad es un deber, pero solamente en relación a quien tiene el derecho a la verdad. Ningún hombre, por tanto, tiene derecho a la verdad que perjudique a los otros”.

Sostenía que eran fundamentales unos principios para que hubiera algo fijo, pues de otra manera, “no quedan más que las circunstancias, (…). Ahí donde todo es vacilante no es posible ningún punto de apoyo. Lo justo, lo injusto, lo legítimo, lo ilegítimo no existirían ya (…). Quedarán las pasiones, que empujarán a lo arbitrario; la mala fe, que abusará de lo arbitrario…”

¿Podemos decir que hoy en día hay principios generales en los que apoyarnos? Se escucha hablar del desfallecimiento de lo simbólico en todos los ámbitos. Es como si estuviera operando una cierta corrupción de la palabra, que tendría a la mentira como premisa fundamental. Pero no se trata aquí de la proton pseudo freudiana, sino de las falsas promesas hechas a sabiendas de que no van a cumplirse, o de decir una cosa y la contraria sin que pase nada.

En su texto La miseria de la filosofía (1847), Marx habló “(…)del tiempo de la corrupción general, de la venalidad universal, o para hablar en términos de economía política, el tiempo en que cualquier cosa, moral o física, una vez vuelta valor venal es llevada al mercado para recibir un precio, en su más justo valor»”[Venalidad: capacidad de ser vendido].

Pues efectivamente, la verdad toma un valor de mercado. Sabemos el rédito a nivel político o económico de las fake news, y de las difamaciones.

Asistimos como espectadores al espectáculo de la impunidad frente a la mentira, y eso, tiene consecuencias para los sujetos. Hay un uso decidido de la mentira para obtener ventajas, beneficios, sean del tipo que sean.

La difamación, como uno de los avatares de la mentira, se utiliza estratégicamente para hundir al adversario en lugar del duelo dialéctico. Y como la velocidad de la mentira o el bulo, el rumor, es mucho más rápida que la de la justicia, cuando se demuestra que hubo difamación, no importa, pues ya se han obtenido los beneficios que se buscaban con ella.

Uno de los avatares del desfallecimiento del Otro en la globalización, es su falta de localización, su dispersión, de ahí que no sea extraño que muchos de los síntomas actuales se manifiesten justamente como falta de orientación a diferentes niveles. Por ejemplo, los llamados ataques de pánico a menudo son provocados ante la angustia de verse en una situación en la que el Otro no hace acto de presencia. Falta que en ocasiones produce afectos tales como rabia, e impotencia, que pueden dar lugar a pasos al acto violentos.

Las formas de las demandas también están cambiando ante esta deslocalización del Otro, o su dispersión. Las redes sociales y aplicaciones de dispositivos electrónicos, parecen ser un tipo de suplencia. Son espacios en los cuales los sujetos se juegan sus demandas a veces salvajemente. Allí, el Otro parece estar virtualmente localizado. Y la vez, se producen efectos curiosos en relación al tiempo, pues éste parece estallar en pedazos por la instantaneidad que permiten. El instante de ver se precipita en el momento de concluir sin que haya el tiempo de comprender. Tan es así, que Facebook, actual propietario de whatsapp, ha añadido una característica, que permite eliminar los mensajes enviados en el plazo de unos minutos.

Si no se responde en la inmediatez que la técnica nos permite, puede aparecer el miedo, la desconfianza, los pasos al acto, y sobre todo la angustia. Estos avances tecnológicos, sin duda tan útiles, pueden favorecer la creencia engañosa de tener al otro al alcance de la mano, tan cerca que casi podría tocarlo, cuando en realidad lo que se toca es una pantalla, de la misma manera que cuando se está en un chat en internet no se está hablando sino escribiendo.

Decíamos antes que toda palabra miente en tanto que nunca termina de decir la cosa a la que se refiere. Pero no es lo mismo esta dimensión de la “mentira” implícita estructuralmente a la palabra, que el uso consciente de la mentira de la que vengo hablando.

No confiar en que la palabra tiene un peso, y en el compromiso que significa dar la palabra, tiene consecuencias a nivel de las subjetividades. Así por ejemplo, una paciente me hablaba en sesión del “don” de la palabra de su ex marido, del “poder” de su palabra como algo que la cautivó. Se trataba para ella de un estilo en su manera de hablar, de una manera de argumentar. Y nada más, ya que lo que decían sus palabras estaba más bien plagado de mentiras, engaños, falsas promesas, y una ausencia de compromiso. Pero a pesar de lo que ella sufrió por tales mentiras, en el momento de la ruptura de pareja, reivindicaba seguir con el engaño y la ceguera como si eso fuera posible.

El sujeto que el discurso capitalista produce, es un sujeto a la intemperie, sin amparo, sin garantías, y que padece de la soledad y el anonimato como efectos de la ruptura de los vínculos que promueve. Queda a cargo de cada uno construirse lo que Lacan llamaba un escabel, ese pequeño taburete con el que hacerse un nombre. Cada uno a su “bola”. Ante esa dispersión del Otro, estamos en la época del selfie, del háztelo tú mismo. Por eso no es casual que constantemente se hable del yo, tanto al nivel de cultivar y esculpir una imagen corporal que sea atractiva, a través de la cual se espera ser reconocido, como al nivel de la autoestima, la autopromoción, etc.

En esta sociedad de yoinómanos, se confía menos en la palabra que en la imagen como promotora del éxito, o en el tratamiento del cuerpo mediante técnicas diversas, y no tanto en el tratamiento a través del peso de la palabra. De ahí que actualmente se hable tanto de la posverdad, pues no se trata de que la verdad esté apoyada en principios, como decía B. Constant, sino que basta con que la palabra tenga una apariencia de verdad.

Si aunamos la mentira como premisa y la promoción del yo, tenemos sujetos “narcínicos”, como los nombra Colette Soler.

En medio de todo esto que es un tanto desolador, tenemos las buenas noticias del discurso psicoanalítico. ¿Qué planteamos los psicoanalistas a aquel que viene a vernos? Le planteamos un pacto de palabra.

Diga”. Esa es la única consigna que le decimos. Diga usted lo que se le pase por la cabeza, procurando que no haya censura. Y lo que observamos, es que el sujeto tiene márgenes de libertad más o menos estrechos que le impiden decir todo lo que se le ocurre, pues imagina que si lo hiciera, eso podría poner en juego la imagen que tanto trata de cultivar. Pero cuando el análisis avanza, es cuando constata y verifica, que aunque los márgenes de libertad se ensanchen, hay límites a lo decible.

El analista le dice al paciente: no tema decir tonterías, ni repetirse, pues solo a través de ello podrá llegar a un decir. Confíe en transitar por las palabras, juegue con ellas y tratemos de encontrar el sentido de lo que le causa su sufrimiento, de la maldición que siente se cierne sobre sus hombros como un destino funesto. No huya de las palabras, pues usted es hijo del lenguaje. Ya llegará el tiempo en que descubra que el juego consistía en ir tras la búsqueda de algo que se escapa siempre, y que las palabras brotan de un agujero en la oquedad de esa vida que nos es propia, pero de la que no somos los dueños, y que nos hace huérfanos del Otro.

“Diga”, le decimos. “Diga” hasta que llegue al confín de lo decible, y llegará un momento en que se tope con el silencio que le habita como hombre o como mujer, y que no tiene cura, y que además es mejor que sea así.

Mejor hacernos a lo incurable. A ese imposible que nos hace más sensibles y aptos para convivir con lo posible. Mejor eso que perseguir ciegamente a nuestros semejantes con demandas insaciables de comprensión, amor, completitud que no conducen más que a la insatisfacción, la desdicha o la impotencia.