Publicado el 25/06/2018

Lo que muestra el diagnóstico de TDAH. De la idea de trastorno al síntoma

Elegí traer un tema que fue de actualidad (ya no lo es tanto): el diagnóstico de TDAH, que abrió el mercado infantil a las farmacéuticas. Estas píldoras “de la felicidad” prometieron un bálsamo de Fierabrás que se revela cada vez más decepcionante.

Pensé en este diagnóstico infantil porque –esto sí que es una moda– avanza cada vez más la idea de etiquetar a los niños: dislexia, trastornos de aprendizaje, altas capacidades, TCD, ASD (trastorno del espectro autista, TDAH, TGD (Trastorno del desarrollo generalizado), etc. Apuesto a que todos los que aquí están saben los ítems que hay reconocer para realizar el diagnóstico de este “trastorno”. La palabra ‘trastorno’, en su acepción psicológica, quiere decir perturbación de la función psíquica o de comportamiento. Esta definición implica que se presupone la idea de un funcionamiento normal y otro que no lo es. Se presupone entonces la idea de normalidad. ¿Qué sería lo normal? Podemos preguntarnos.

Apunta entonces este trastorno a un déficit en el autocontrol. Los niños así diagnosticados no controlan su cuerpo y por ello se mueven, podríamos decir, a tontas y a locas. No pueden parar quietos sentados durante mucho tiempo, no pueden permanecer callados, no pueden controlar sus impulsos de agredir o molestar a los compañeros. Y, por otro lado, se da, o se puede dar, un déficit de atención. Exceso de movimiento y déficit de autocontrol y de atención ante los estímulos que se les proponen en la escuela.

Siempre hubo niños y niñas traviesos, que no obedecían y que eran nerviosos, inquietos, charlatanes y movidos. ¿Qué ha cambiado entonces? ¿El número? Se habla de un tanto por ciento muy alto: entre 4 y 6 % de niños diagnosticados de TDAH en España. En EEUU es, sin embargo, del 11% y, en la última década, ha aumentado un 53%. Podríamos decir entonces que lo curioso es que cada año aumenta el número de niños diagnosticados y, que, por otro lado, cada vez más voces cuestionan este criterio, que viene seguido casi siempre de una medicación.

No cabe duda de que a los niños y niñas que así se diagnostican, algo les pasa. Incluso, bajo este epígrafe de TDAH se colocan niños con graves problemas psíquicos. El asunto que yo quiero hoy hacer presente es la diferencia que existe entre la concepción de “trastorno” y el concepto de síntoma en el marco del psicoanálisis.

Para dejar señalada la primera diferencia diré que el síntoma en psicoanálisis, a diferencia de los llamados ‘trastornos’ no se puede colectivizar. Cada persona tiene el suyo, absolutamente singular y diferente al de los demás, pues el síntoma para el psicoanálisis está conectado al surgimiento del inconsciente.

Vivimos en un mundo en el que hay un empuje a borrar las diferencias individuales e igualarnos a todos. Por eso ese empuje a clasificarnos, que se ve muy bien en las aulas, hasta el punto de que los mismos profesores lo solicitan. Lo que más piden hoy en día los docentes al orientador es un diagnóstico. Es lo mismo que decir: “Clasifíqueme a este niño, por favor”.

¿De qué manera se produce esa tendencia a la uniformidad en el área de la psicología y de la psiquiatría que domina hoy en día? Pensando que hay un saber que funciona para todos. Y es verdad que hay rasgos comunes en la reacción que tenemos frente a algunos sucesos. Tomemos el ejemplo de un suceso traumático. Todos los que sufrieron el lamentable atentado de Atocha en Madrid sufrieron un tiempo de angustia y tuvieron pesadillas, pero sus pesadillas fueron diferentes y su tiempo y modo de recuperación también. Entre el suceso que acaece para todos y la respuesta que le da cada sujeto existe una trama particular, que es lo que nos hace interpretar la realidad a cada uno de una manera diferente. Dicho de otra forma, el elemento primordial en la constitución de un trauma es la respuesta que cada sujeto da al suceso acaecido.

Os contaba en una de las clases de comienzo de curso que leí una entrevista que hacían a Noah Trevor, una estrella de la televisión de origen sudafricano afincado en EEUU. Este hombre nació de una relación entre hombre blanco y mujer negra, lo que estaba terminantemente prohibido a la sazón en su país. Pasó una infancia difícil. Escribió un libro, Prohibido nacer, en el que da cuenta de su infancia y adolescencia. El entrevistador le pregunta:

Vd. ha sufrido el racismo, pero también la pobreza y los maltratos. ¿Cómo ha salido a flote?

Se lo debo a mi madre. Ella me enseñó que el dolor es real, pero sufrir, una elección. Puedes experimentar dolor cada día, pero definirlo como sufrimiento es algo que depende de ti.

Frente a ese saber igual para todos, el psicoanálisis plantea para el síntoma un saber que tiene un estatuto muy particular, pues es un saber que no se sabe, es un saber que nos determina y que tiene efectos. Este saber inconsciente es la causa del síntoma, aunque no se accede a ella fácilmente.

Sabéis que Freud, el inventor del psicoanálisis, comienza a finales del siglo XIX escuchando a mujeres que eran tachadas por los médicos de mentirosas y simuladoras. Los médicos las detestaban porque ponían en tela de juicio la ciencia que se estaba desarrollando en esos momentos, la neurología. Presentaban síntomas que la ciencia no podía explicar. Una ceguera o una parálisis que no les permitía andar, sin tener ningún órgano afectado. Se daba entonces una alteración de la función sin lesión orgánica. Freud hace la hipótesis de que el órgano afectado en las parálisis histéricas no sigue las leyes de la neurología sino las leyes de la palabra. Una neuralgia facial que sufría una paciente no se debía a ninguna causa orgánica sino a que, según sus palabras, recibió cual bofetada la afrenta verbal de su marido. O una parálisis en las piernas expresa en lo anímico no “poder avanzar un paso”, en una paciente para la que la enfermedad de su padre la tiene encadenada al lecho del moribundo. El cuerpo, entonces, expresa algo que la persona que tiene ese cuerpo no sabe. De este modo, Freud apunta muy pronto a que hay una lengua privada que participa de un lenguaje inconsciente. Así encontramos anudado el síntoma, en psicoanálisis, con el cuerpo y el inconsciente.

Esta va a ser la puerta de entrada para que Freud postule su hipótesis del inconsciente. Hay un saber que no conocemos y que tiene una influencia en nuestras vidas. Hay un saber, inclusive, que tiene nuestro cuerpo que es desacorde con el resto de los saberes de los que disponemos. De alguna manera, para hacerme entender diré que ese saber lo olvidamos. A ese olvido lo llamamos en psicoanálisis represión. De esa represión nada sabríamos a no ser, precisamente, por el síntoma, porque en el síntoma vuelve algo de lo reprimido. Así, el síntoma se convierte en un testigo de nuestra constitución subjetiva ignorada por nosotros mismos y, en cierta manera, en contradicción con lo que puede colectivizarse. En esta discordancia entre privado y público –permítanme decirlo de una manera rápida, aunque poco precisa– encontramos al síntoma subversivo, pues se escapa a los dictados de la época.

En ese sentido podemos pensar cómo estas mujeres inteligentes, llenas de inquietudes, de fuerza y de deseo se encontraban con una sociedad normativa y unos semblantes en los que no cabían sus propios deseos, dado que escapaban a la norma social: ser una buena hija y una buena esposa, es decir, la exigencia de una sumisión absoluta a los dictados del padre y del marido.

Esas mujeres que enfermaban en el siglo XIX, de alguna manera con su enfermedad estaban denunciando la impotencia médica que se escondía tras los semblantes autoritarios masculinos de la época. Estaban denunciando también el lugar que esa sociedad les otorgaba: en casa, como cuidadoras de enfermos y como esposas y madres. Y, de algún modo también, ponían en escena un goce sexual que se les negaba en los dormitorios y, por eso mismo, los médicos se angustiaban y preferían llamarlas pervertidas y locas.

En este sentido, el actual llamado trastorno TDAH denuncia una verdad no individual sino colectiva. Estos niños, efectivamente, trastornan la clase, hacen difícil que siga su ritmo “normal”, entendiendo por ‘normal’ el ritmo que imprime el exigente programa académico.

Me dan ganas de decir, aunque no sea del todo cierto, que lo que muestran estos niños es la parte sintomática de nuestra sociedad. Podríamos pensar que estos niños hacen objeción a los dictados de nuestra época.

¿Cuál diríais que es el mayor dictamen de esta sociedad en la que vivimos?

Hay un filósofo coreano, Byung-Chul Han, que vive en Alemania y que escribe pequeños libros en los que habla del mundo en el que vivimos. En uno de esos libros, que se titula La sociedad del cansancio, dice que nuestra sociedad está enferma de positividad. Esa positividad es violenta porque nos hace creer que podremos conseguir todo aquello que pretendemos. El lema está condensado en una frase que hasta los partidos políticos han utilizado: “Tú puedes”.

La misma manera de dirigirnos a los niños lo testimonia: “campeón” es el nombre cariñoso hoy en día más escuchado a los padres. “Todos campeones” velando de esa manera que, en la creciente injusta repartición de los bienes, ni siquiera habrá para estos niños trabajo para todos. ¡Quién nos lo hubiera dicho! Antes se decía a los niños: “tú debes estudiar. Ahora se les dice: “tú puedes”. Es un cambio de paradigma que no deja de tener sus consecuencias. Esto no quiere decir que los paradigmas culturales anteriores nos evitaran todo tipo de sufrimiento, dado que no hay arreglo social perfecto, pero estos malestares toman formas diferentes y hay que saberlo, pues los malestares particulares toman formas derivadas de estos malestares sociales.

En realidad, no se anula el deber sino que este deber queda subsumido en el poder. “Tú puedes” es una orden de la misma clase que “tú debes” porque ninguna limita el campo de acción. Todos podemos ‘hasta un límite’ y estos limites son los que en el mundo en el que vivimos se están desdibujando. Los profesores se quejan de esto amargamente: “no tiene límites” dicen, en referencia a sus alumnos, a todo aquel que quiera escucharlos.

El “tú puedes” es una orden que lleva pegada a la suela del zapato una máxima nada es imposible. En este sentido es donde podemos comprobar que algunos diagnósticos clínicos, algunos síntomas actuales (entendiendo ‘síntoma’ en su acepción médica: algo que molesta y que está fuera de control), vienen justamente a hacer objeción a esta máxima del “Tú puedes”.

No es casualidad que la depresión se esté convirtiendo prácticamente en una epidemia, que cada vez con más frecuencia se diagnostique el llamado ‘Síndrome de desgaste ocupacional’, que es como llaman en inglés al “estar quemado”, y que en los niños aparezca en número creciente esta hiperactividad que el filósofo coreano define como una masificación de la positividad. Veis entonces como estos síntomas recogen este rasgo subversivo que señalaba para el síntoma, en el sentido de que pone impedimentos a que todos funcionemos a una, pone impedimentos a que se funcione “normalmente”.

En los niños de hoy en día este exceso de positividad se manifiesta también en un exceso de objetos de consumo, de información, de estímulos y de impulsos. Esto modifica la atención que queda fragmentada y dispersa. Son niños que están a todo lo que ocurre a su alrededor con tal de evitar el pensamiento intensivo y tranquilo. Pero hay actividades que requieren de una atención profunda y, entre ellas, el estudio es una de ellas. Por ahí hunde sus raíces la falta de atención.

La actividad sin cortes, la actividad a tontas y locas que muestran estos niños les deja prisioneros de la actividad en sí misma.

El lúcido de Nietzsche que preconizaba la contemplación como elemento esencial en la vida humana escribe en Humano, demasiado humano:

A los activos les falta habitualmente una actividad superior…en este aspecto son holgazanes. Los activos ruedan, como una piedra, conforme a la estupidez mecánica.
Por falta de sosiego, nuestra civilización desemboca en una nueva barbarie. En ninguna época se han cotizado más los activos, es decir, los desasosegados.

Por ello se está poniendo tan de moda la meditación, el yoga, estas técnicas orientales que invitan al sosiego y a la quietud, para intentar contrarrestar esta actividad frenética en la que estamos inmersos.

¿No nos dicen, entonces, nuestros niños hiperactivos a lo que conduce la actividad a toda costa?

Visto desde esta perspectiva, podríamos sacar la conclusión precipitada de que, entonces, no es una enfermedad genética, como algunos autores propugnan, sino una enfermedad con causa ambiental. Hay autores que lo defienden y no les falta razón en algunos puntos. Pero, desde mi punto de vista, debemos objetar que en esa tesis que defienden –es la sociedad la que queda del lado de la enfermedad y, por tanto, lo que habría que cambiar es el entorno de nuestros niños para que no sufrieran– olvidan que nunca habrá una sociedad perfecta. (Freud, El Malestar en la Cultura).

En mi experiencia clínica, cuando escucho a estos niños diagnosticados de hiperactividad, compruebo en primer plano que no pueden hacerse cargo de sus acciones, no pueden responder cabalmente de ellas, hasta el punto, en ocasiones, de negarlas.

Hay  muchos niños denominados TDAH que presentan un yo muy potente. Hay que saber que cuanto más potente es el yo, menos cinturilla tiene, menos flexibilidad, menos adaptación a las situaciones nuevas. Si queremos un yo muy completo, muy fuerte, con mucha “autoestima”, como se dice ahora, necesariamente vamos a tener un yo muy preñado también de tiranía, pues el yo es ciego (es como las gafas, que todo el mundo las ve, menos el que las porta), una tiranía que desde luego van a ejercer sobre quienes les rodean, pero que también van a ejercer contra sí mismos. Esto debería saberse cuando se propugna como medicina casi generalizada para la infancia reforzar el yo o aumentar la autoestima.

La mayor contradicción que sufren muchos de estos niños es que, desde ese yo potente, se creen ideales, se tienen en alta estima a sí mismos, pero de una manera muy inestable, muy precaria, pues esa alta valía sólo depende (pende de un hilo muy frágil) de que el otro –sea su compañero, el profesor o los papás– les devuelva una buena imagen. Muy por el contrario, la estabilidad del yo depende de los ideales simbólicos, los ideales por los que hay que pagar un precio. Para ser un buen alumno, por ejemplo, hay que quedarse con las ganas de hablar a todas horas. Para ser un buen compañero hay que quedarse con las ganas de darle un mamporro al de al lado y consentir a ser uno más en el aula y no querer destacar todo el rato entre los compañeros.

Me lo decía un niño con toda su inocencia: “es que a mí me gustaría darle una patada en la espinilla al que me quite la pelota en el partido y que el árbitro no me eche del partido”.

Precisamente, el conflicto que resulta de querer tener una imagen ideal sin tacha es el de no poder reconocer los fallos. Así, no aceptan las faltas que se les imputan: “ha sido el otro”, “la profe me tiene manía”. No mienten sino que están ciegos. No pueden aceptar sus fallos, pues con esa omnipotencia encubren la angustia en la que están suspendidos.

Mi hipótesis, que podemos discutir, desde luego, es que fundamentalmente ese movimiento descontrolado que exhiben estos niños es el desasosiego del que nos hablaba Nietzsche y que nosotros los psicoanalistas llamamos angustia. Angustia encapsulada en ansiedad cuya sede es el cuerpo. El cuerpo de estos niños habla de su inquietud, de su precariedad, de su no poder parar, de la ausencia de límites de satisfacción.

Esta renuncia a las satisfacciones, el niño y la niña tienen que hacerlas en su propio cuerpo para poder ir a buscarlas en un circuito más amplio. Esa presencia excesiva del cuerpo en estos niños nos hace pensar que no han terminado de solucionar un momento decisivo en la vida infantil y es que esas satisfacciones, que en primer lugar tienen como sede el cuerpo, deben perderse para obtener otras diferentes. Esto tiene que ver con algo fundamental y fantástico en el ser humano y que llamamos plasticidad de la pulsión. Desde que nacemos hasta que morimos tenemos un deseo que permanece fijo e inmutable pero que es totalmente plástico, es decir que podemos encontrar la misma satisfacción de muchas maneras diferentes. Por poner un ejemplo, es la misma satisfacción la que un bebé obtiene mamando de la teta de su madre que la que puede obtener un chico más mayor “comiéndose los libros”, como suele decirse, y que el jovencito consigue con su novia cuando le dice: “bomboncito, te comería”. El lenguaje afina bien con estas metáforas que la cultura tiene relación con buscar objetos fuera de nuestro cuerpo que la pulsión inviste haciéndolos deseables.

Así, la angustia que estos niños sufren y cuya sede es el cuerpo señala que están suspendidos entre el goce y el deseo. Entre la tentación de dar al cuerpo lo que le pide y el deseo de conseguir un objetivo a largo plazo. Un goce del que no se desprenden y un deseo que no ha terminado de advenir. Es lo que, desde mi punto de vista, gritan a los cuatro vientos sin saber lo que dicen y sin nadie que los escuche, en la mayoría de los casos.

Es verdad que podemos caer en la tentación de pensar que estamos en un mundo que favorece cada vez menos el deseo que tiene relación con los límites, la falta, la carencia y que, sin embargo, está más presente el consumo de objetos en cantidades inconmensurables y un tipo de satisfacción que cada vez más prematuramente los niños encuentran en las redes: grandísimas dosis de violencia y de escenas sexuales. Sin embargo, esta deriva es peligrosa, pues entonces parecería que el psicoanálisis podría proponer un tipo de educación que favorecería más que otra el bienestar. Y no es así. Precisamente partimos de la base en un análisis de que ignoramos cual es ‘el bien’ para cada cual.

Por ello, nuestra propuesta, aunque no ignora la parte que tiene la sociedad actual en la formación de los malestares que podemos calificar como “síntomas de la época”, es taxativa en lo que sigue.

El síntoma para el psicoanálisis es aquel que va a surgir por afirmación propia y está en relación con un malestar con el que cada cual, al comenzar un análisis, se topa y le sirve para hacerse una pregunta por su causa, pregunta que no sabe contestar. Y, ahí donde no sabe contestar, viene algo a hacerle señas, a hacerle un guiño: el saber inconsciente.

Para terminar, os diré que algunos de estos niños con los que he podido trabajar, tras el llamado TDAH, han podido comenzar a desplegar su malestar con sus propios nombres particulares.

Pero no hablaré hoy de mi práctica clínica sino del relato de un chico de 12 años que nos proporcionó Laura Gómez, profesora de la ESO. Laura invitó a sus alumnos adolescentes a escribir un relato sobre ‘la metamorfosis’ tras haber leído en clase un fragmento de Alicia en el País de las Maravillas. Y el relato de Juanma, un chico diagnosticado de TDAH que no podía parar en clase callado y quieto, es este:

“Un día, al salir a la calle, se ve cegado por el brillo de una moneda que encuentra en el suelo. Cuando se agacha para cogerla, siente una punzada en el dedo. La moneda y su brillo se escurren hacia una alcantarilla y sabe que “se han perdido para siempre”. Juanma descubre al culpable, una hormiga roja, que le ha mordido el dedo.

Lleno de odio, sigue a la hormiga, descubre su hormiguero y lo destroza a patadas, “quería pisarla, arrasarla, matarla”. Finalmente escribe: “comencé a sentir un mareo hasta que me desmayé”.

Despierta del desmayo en medio de un gran bosque y no tarda en darse cuenta de que posee ahora seis patas que ha de esforzarse por coordinar para caminar. Tendrá 24 horas para vivir como una hormiga.

Al convertirse en hormiga puede darse cuenta del destrozo que ha hecho hasta que una de las hormigas con las que se encuentra le dice:

“veo que te has dado cuenta de lo que has hecho… Lo que quiero que sepas es que no todo tiene fácil solución y que lo único que puedes hacer es pararte a pensar antes de actuar. Me quedé allí, llorando, solo, derrumbado”.

Podemos escuchar en su relato como este chico pone en primer plano la violencia que experimenta al culpar a alguien de haber perdido un brillo y un valor que suponía tener.

¿No nos está diciendo este jovencito que esa soledad y derrumbe, así como su pérdida y su estar perdido, los está ignorando con una actividad precipitada?

Me parece un ejemplo luminoso que nos permite diferenciar las conductas y las acciones clasificadas con el término de TDAH con algo que está hecho de otra pasta, por decirlo así. Con algo, un síntoma, que nombra de manera particular su sufrimiento, aunque no sepa muy bien lo que dice.

Con algo que, si está dirigido a un analista que pueda escucharlo, le interrogue y que, por tanto, pueda desplegarse en relación con sus aspiraciones, sus anhelos, sus decepciones y sus recuerdos, hasta que pueda encontrar una manera de ordenar ese mundo amenazante de manera más fecunda, en el sentido de hacer hueco a la propia subjetividad, pues es, precisamente desde ahí, desde donde una vida puede reconocerse como tal y estar dotada de un valor que la hace soportable, a pesar, incluso, de los infortunios que toda vida trae consigo.