Publicado el 05/07/2018

Las formaciones de lo inconsciente en la cultura del consumo

De la obra freudiana El malestar en la cultura, sacamos una idea de enorme valor para pensar lo inconsciente en la actual cultura del consumo: “El ser humano es un dios con prótesis”. Es decir: la cultura es prótesis de la naturaleza humana, del sujeto. Las instituciones, pautas y significantes no instrumentos “no brotan de nuestro cuerpo”: nos dan la sensación de poderlo todo, pero las instituciones no son sólo instrumentos. Son lugares de normas en los que vivimos, son ambientes que nos rodean y por eso nos troquelan, se cobran un fuerte peaje por ser, dicen ellas, instrumentos a nuestro servicio. La cultura es simulacro y sustituto de la naturaleza interior. Funciona aquí como una metonimia. La guarnición que viene de fuera acaba siendo parte central del escenario interior. Pero Freud, a mi entender, apunta con estas imágenes a la posibilidad de una sustitución que desazona más que la mera existencia de la norma interior: la falta de norma.

Comenzaré con tres puntualizaciones que van a la contra de los lugares comunes cuando se habla del consumo:

  1. El consumo no es la compra, sino el repertorio de significantes mediante los que nos relacionamos.
  2. No es la pauta de masas que comienza en 1945, sino el mundo de las exposiciones, pasajes y megastores que comienzan en Londres 1851.
  3. No se basa en la figura del preferidor racional sino que canaliza el deseo y representa las identidades.

La sociedad de consumo es ante todo un repertorio de estilos de vida que borran las formas de identidad, y las sustituyen por otras más versátiles y disponibles a la oferta. Lo hace mediante tres procedimientos de estructuración ideológica y social: la segmentación (en apariencia no hay un modelo estándar, ni estable, de consumidor), la exclusión (los simulacros diferenciadores son barreras que impiden el acceso a los nuevos bienes)  y la omnipotencia   (la incapacidad de reconocimiento de los límites y de los recursos de los propios sujetos en virtud de la tendencia fusional o psicotizante del universo del consumo).

Estas tres operaciones ideológicas tienen en su base tres procesos inconscientes, que son su condición de posibilidad

Proceso de la cultura del consumo Figura ideológica
Consumo no productivo Segmentación
Triunfo del simulacro Exclusión
Denegación de los límites del sujeto Omnipotencia

La segmentación y la consolidación del consumo no productivo

La marca del consumo no productivo es  ya de larga duración. Consumir es meta y no procedimiento previo, es el momento acentuado de la historia de las sociedades y no el conjunto de los momentos vacíos u ociosos. NO se consume para producir, sino como un mandato en sí mismo. El gasto (Bataille) es suelo mismo de nuestra cultura.

Por la vía de ese consumo conspicuo (Veblen) o del reconocimiento de la reflexividad del consumo como formador de clase o de estilo (Simmel, Weber)  se instaura un conjunto de significantes que modelan las conciencias de forma inadvertida en la sociedad de consumo de masas. La consolidación de esta práctica no meditada, racionalizada luego esto es capacidad de tomar como real lo que no es más que un poder “que se supone”. La racionalización en que consisten los discursos del consumo, sobre todo en estas décadas más recientes (a partir de la globalización monetarista de los ochenta), consagra el mecanismo inconsciente cuya fórmula es: se habla para denegar, es decir para hallar razones ficticias que se imponen como legitimación de los nuevos microsegmentos y macroexclusiones de la vida cotidiana.

La segmentación proporciona identidades “de mercado” con el fin de suturar o encubrir las quiebras de las identidades personales y grupales que vienen de la del capitalismo de producción. Se produce, pues, una denegación de las identidades en conflicto: las comunidades de marca, los estilos de consumo, tapan, contienen o exhiben los síntomas de la crisis de identidad.

Segmentar es conocer por exclusión: se elimina la complejidad de los sujetos para anudarlos a la etiqueta que identifica. Pero segmentar supone también poner orden – el de las partes de la circunferencia, los segmentos  que equidistan de un centro –  allí donde hay elementos de caos, de formas no previstas de vida. Segmentar es conjurar las quiebras para que el núcleo se reproduzca y sea más capaz de correr tras el señuelo de lo “nuevo”. Segmentar es disponer una teoría de las necesidades en estado práctico para marcar las cuotas de la ayuda del estado asistencial.

A fuerza de colocar a cada cual “según una escala de necesidades – fruto de la planificación del mercado, administras por la nueva burocracia –  (dictadas, se dice, por los recursos escasos, sin decir que lo son “para esto” pero no para otras metas) se produce una segmentación excluyente ( “ellos no lo necesitan, o no lo aprecian , o no están acostumbrados a tanto, y además quién te dice a ti que no son más felices así”).

La exclusión o el triunfo del simulacro

El segundo proceso ideológico de la exclusión (procedimiento inconsciente porque está inadvertidamente en la conciencia y en la acción) tiene como base una variante de la figura del fetiche: el simulacro. Este se consolida como modelo y canon del intercambio (como en el capitalismo de producción y en su crisis lo era el fetichismo ) El simulacro y su lógica implica la ocultación definitiva no sólo del proceso de producción y sus agentes, sino del sujeto del consumo y su potencial de receptividad crítica: el objeto se presenta como dotado inmediatamente de la capacidad de colmar necesidades, deseos, carencias y límites constitutivos de la condición humana, de los sujetos consumidores.

La sustitución progresiva del fetiche por el simulacro supone una tendencia mayor en el plano de las representaciones. La hipótesis inicial según la cual los objetos de la cultura del consumo presentan constitutivamente la característica de fetiches, se verifica y se supera en los estadios más recientes de nuestras sociedades consumistas. La lógica del simulacro, a su vez, se presenta con su característica primera – en el discurso ideológico – de realidad en sí misma. El simulacro imita lo real, mejora lo real, sustituye lo real. No deja otro lugar, no deja ver del reverso de su proceso de producción, el de los discursos de recepción que elaboran los consumidores, desde el que ejercer la distancia y la crítica. Su pudiésemos reducir sus relatos a una clave, sería esta: la realidad (simulada) es lo real. No hay otras visiones o acepciones que puedan cuestionar lo que hay, ni desde su génesis (la historia de la civilización encubre historias de barbarie – dicho de W. Benjamin), ni desde su destino (la instalación presentista del simulacro no deja ver el después), ni desde la pluralidad de los receptores-consumidores. El sujeto del consumo queda reducido, para esta visión, en la etiqueta o estigma que lo ha apresado (viejo pensionista, parado de larga duración, madura o maduro susceptible de  plan de pensiones, niña o niño de colegio selectivo, políglota y de ocio multiprogramado) con independencia – pero eso sería lo no “simulado”, lo que no cabe en la simulación reductora que es el simulacro – de que sea, haga y quiera, cada cual otras muchas cosas.

La exclusión tiene dos acepciones. La primera es la formación de un cuerpo de consumidores (que Vázquez Montalbán designó con el orwelliano nombre del el Gran Consumidor) que pugnan por colmar(se) las expectativas de la altamente normativa y tremendamente movediza secuencia de la estilización de marcas y productos marcados, frente a una humanidad que mayoritariamente está en la periferia de tal vanguardia: en otro mundo. La impresión más común es que los flujos entre el primer núcleo y la mayoría marginada – por retomar el brillante título de Basaglia – son débiles: tienen los filtros continuos de la selección, la precarización y las clasificaciones asistenciales.

La segunda es la que anunciábamos antes: se trata de la exclusión respecto del hacer, del proceso, de la contingencia y de las contradicciones de la vida cotidiana. Exclusión respecto de la experiencia, de la praxis: quien está incluido en el etiquetado – potencialmente todos, al menos esto pretende el discurso consumidor actual – no ha de reconocer ni hacer sino lo que está previsto en los simulacros de las secuencias: de edad, de género, de clase, de etnia, de hábitat.

La  psicotización o la omnipotencia

La publicidad dirigida a rodear el colmo, a colmar imaginariamente el deseo suscitado y sostenido, produce un efecto de saturación. Para empezar, la saturación de sus códigos, que ha sido objeto de numerosos debates especializados o, simplemente, atentos. Pero también la saturación que sigue prometiendo como significante mayor, bajo el nombre de la satisfacción de las necesidades, de los deseos. Es quizá una señal de este escenario la desaparición del discurso de la necesidad y la tergiversación elitista de la necesidad y el deseo.

Otra de las operaciones  tiene que ver con la denegación del sujeto social, como sujeto peculiar. La transformación sigue a la ya señalada en numerosas ocasiones del individualismo como lugar de sujeto. Los cierres del sujeto en el armazón del individuo dan ahora para pensar son sólo en una operación de contabilidad de electores – consumidores (como ya vio el perspicaz Habermas de La crisis de legitimación en el capitalismo tardío) sino en un final de ciclo y en el surgimiento de una nueva  figura: no la del individualismo posesivo (McPherson) que designaba el ciudadano burgués protocapitalista poseedor de recursos, rentas y libertades formales del individualismo desposeído- desarrollar) sino la del individualismo desposeído.

El proceso consiste en negar los rasgos de lo peculiar para formar un destinatario uniforme – individualizado: en las representaciones que construyen el repertorio de la publicidad  y las imágenes de los medios, hay ese proceso de estilización: tú ya no eres una pluralidad de redes de relación, una historia que haces, sino que eres un interlocutor de tipo mónada: un yo predispuesto. “Especialistas en ti” (sea cualquiera tu avatar, su carencia o tu recurso). La siguiente manifestación consiste en, una vez extraído de la red de relaciones vitales, reinsertarse en un segmento: el constructo heurístico – que como tal permite describir y conocer – acaba por reificarse, por hacerse simulacro de sujeto. Y ese itinerario concluye, como síntoma presente, en la manifestación más evidente de un universo de objetos que se presentan como capaces de colmar, de saturar el déficit constitutivo del sujeto humano. En términos de linaje psicoanalítico: se evita el reconocimiento de la finitud. Se deniegan los límites, se tapa el ciclo vital, la muerte es tabú o espectáculo hiperrealista que se da en consumo de imaginerías en las que no hay sujeto social ni personal que las apropie. Lo que vemos – el deterioro – no lo podemos representar.

Y no se trata sólo de mitos del mercado que sobrerrepresentan las edades – como el mandato de la juvenilización de la sociedad, cuya fórmula ya hemos referido: se arrebatan a un colectivo de sujetos sus atributos y amalgamados en un imaginario (lo joven) se distribuyen como bien consumible en el mercado, incluso los que en realidad son jóvenes deben “comprar” (o ponerse o representar o acercarse a) tales signos para poder ser reconocidos. No es sólo que se borran las señales de la maduración, o que esas sólo pueden darse en el hueco de la gran exclusión (allí donde la gente vive y envejece o enferma y sufre, o goza de otro modo, o…) es que se borran la señales filogenéticas, colectivas: la memoria de la exclusión y la vivacidad del encierro que supone la nueva segmentación.

Es un proceso abierto cuyas señales están dispuestas en un sinfín de escenarios cotidianos. Contardo Calligaris advirtió hace tiempo de la nueva cultura psicotizadora porque genera sujetos que esperan ser colmados por la omnipotencia de los signos (de la “inclusión”).

El sujeto del consumo desterritorializado, sacado de sus redes de pertenencia por la lógica de la segmentación, entra en un nuevo perfil que le da una aparente consistencia, al menos en las formas de identificación de los segmentos-estilos de vida. Pero este desplazamiento no se da sin conflicto: el normativismo de la nueva referencia cobra un coste muy elevado. El simulacro alivia la tensión que supone atender de forma vigilante a su proceso mismo de producción, a los procesos traumáticos de producción de las identidades, pero muestra su envés, cuando lo energético (la pérdida, la guerra, la gran migración) roe el signo aparentemente perfecto – en realidad simulación apuntalada.

Preguntas para concluir

La cultura del consumo se caracteriza por su inmunidad. Cada cual pretende vincularse al otro desde un individualismo irredento. La suposición de lo inconsciente nos hace pensar que ese individuo se ha gestado y se sostiene en una red de vínculos y de escenas que el deseo anima. ¿Cómo podemos detectar esa insistencia de lo inconsciente, en tiempos de inoculación de un sujeto individual, monádico, en tiempos de denegación de la otra escena? ¿Cabe una aproximación psicoanalítica – tildada tópicamente de individualista – al vínculo, a la comunidad?

He tratado de responder a estas cuestiones echando mano, precisamente, del concepto de comunidad. O más específicamente de la comunidad de quienes no tienen comunidad. La expresión es de Bataille. Y tiene un gusto paradójico, casi dramático. Se refiere a la experiencia de desarraigo que en el período de entreguerras atravesó la vida de los pueblos y de las personas. Desarraigo al fin y al cabo no temido porque ya no bastaba con pertenecer a una comunidad originaria, pacífica y bien diseñada, abierta al mundo del consumo conspicuo, porque ese mundo se lo llevó por delante la deflagración de la Gran Guerra.

No había patria, luego había que hacerla. No había cultura estable, que arropara la condición humana, sino que era inhóspita (Unheimlich). La civilización construida hasta entonces (pongamos 1929) le sentaba a la humanidad como un traje mal cortado (Unbehagen). A la intemperie, o como fuera se inaugura aquí la experiencia de búsqueda de un sentido común (porque lo requiere la communitas: el munus o sea la tarea, el recurso, la memoria que nos hacen seguir juntos). Y de un sentido propio: la experiencia del sujeto, o de lo sujeto en cada uno.  Ambas atraviesan la experiencia psicoanalítica. Y sus consecuencias van  “más allá de la sesión”, en la polis.

La radicalidad de Bataille, a quien Lacan tanto debe sin decirlo, nos guía en el sentido de esta reflexión moral y cívica. El afirmó lo inevitable de una experiencia interior, radicalmente jugada. La individualidad de un proceso que se convierte en una tarea colosal. Por eso llegó a decir que tánatos no es querer matar al otro, sino querer cesar uno en ese proceso de individuación, costoso, prometeico. Y dijo que Eros y Tánatos se conectan en la experiencia del deseo, que es esa búsqueda sin fin de quien anda desorientado (de-siderium). Una comunidad de quienes no tienen comunidad dada. Y tienen que hacerla. Una vez que han atravesado las mimbres concretas de su propio fantasma, de su huella no reflexionada, de su estilo, de su acento.

Por eso la mirada sobre el consumo implica una reflexión sobre sus condiciones inconscientes, que remiten  inevitablemente a una lectura política. El psicoanálisis nos enseña que los procesos personales son el envés de los comunitarios. No son dos territorios ontológicamente separados. Polis y Psique resulta ser la nueva versión de la fábula que ahora nos toca conjugar y analizar.

* Los antecedentes de esta reflexión comenzaron en mis libros La ciudad y la esfinge: contexto ético del psicoanálisis, Ed. Síntesis, 2006 y siguieron en La escucha en la historia oral, Síntesis, 2007.