Publicado el 27/06/2017

La (tachada) Mujer: Amada y/o Maldita

El cruce con dos historias en el cine, además de otras razones, desencadenaron la puesta al trabajo de investigación sobre la situación de las mujeres, además de ser algo ineludible, como mujer y como psicoanalista. Se trata de las siguientes cintas: “La fuente de las mujeres” del director Radu Mihaileanu y “Nader y Simin, Una separación” de Asghar Farhadi. Como no puede ser de otra forma se trata de mujeres que viven en el mundo musulmán, donde ellas no solo no gozan de ciertos derechos y posibilidades, si no que están en condiciones radicalmente diferentes. Argumentos ya escuchados en las sociedades occidentales se producen allí con una gran intensidad: si dejamos salir a las mujeres, tomar la calle y la escuela, entonces será el libertinaje.

El punto de partida son las palabras de Lacan, en el seminario “Aún”: a ella se la mal-dice mujer, se la almadice (on la dit-femme, on la diffâme). Lo más famoso que de las mujeres ha guardado la historia es, propiamente hablando, lo más infame que puede decirse. Frase impactante y rotunda.

Por otro lado, también aduce: No sé cómo hacer, por qué no decirlo, con la verdad, ni con la mujer. Dije que una y otra, al menos para el hombre, son la misma cosa. Son el mismo aprieto.

Sólo existe un vacío tanto para la mujer misma como para el hombre, vacío que se intenta rellenar una y otra vez sin alcanzar a decirla, tan solo a mal-decirla. Dicho de otro modo, sabemos que se la maldice, se la difama porque ante la no existencia de un significante que la represente éste puede ser un modo de intentar nombrarla. La unión de la mujer con la verdad, con aquello que tampoco puede ser dicho, con lo real, con lo indecible, con lo que no cesa de no escribirse queda escrita en la historia bajo el nombre de la difamación.

Duby y Perrot, que hicieron “Historia de las Mujeres” señalan: las huellas que han dejado provienen menos de ellas mismas que de la mirada de los hombres que gobiernan la ciudad, construyen su memoria y administran sus archivos. El registro primario de lo que hacen y dicen está mediatizado por los criterios de selección de los escribas del poder… La relación entre los sexos deja su impronta en las fuentes de la historia y condiciona su densidad desigual1. De la historia de las mujeres tenemos muchas representaciones pero no su voz ni sus palabras, se habla de ellas pero ellas no hablan. La imagen, lo imaginario, en definitiva, es lo que prima sobre la mujer.

En diferentes momentos de la historia se les ha ido requiriendo cumplir unos deberes: o que se quede encerrada en su casa, en el gineceo, velada, o a partir del siglo XIX y sobre todo del XX, cuando se las invita a salir de sus casas para servir y extender su maternidad a la sociedad entera, en nombre de la utilidad social2.

Según estos autores, hay varios momentos clave en la historia en relación a las mujeres: El advenimiento del Cristianismo, el Renacimiento y la Reforma, la Ilustración, la Revolución Francesa y las Guerras Mundiales.

Ya en la Grecia clásica, el mito del nacimiento de la mujer, Pandora, regalo de los dioses, primera mujer, que además de la voz y las fuerzas humanas, tiene una bella y deseable forma de virgen, a imagen y semejanza de las diosas inmortales. Pero es mortal, y prefigura una cierta distribución de los roles masculino y femenino, muy diferente de lo que encontramos en los dioses. Aunque existe la palabra theá para la diosa, y su imagen se caracterice por formas femeninas no existe nada que indique que en una diosa lo femenino se imponga sobre su condición divina3, nos indica Nicole Loraux. En “Trabajos y días”, Hesíodo aborda la creación de la primera mujer como causa de desdicha y en este sentido apostilla Carlos Garcia Gual: Un mal que es un “bello mal”, un mal con el que todos se gozan en su ánimo encariñándose con su propia desgracia. Una vez introducida la mujer, es malo convivir con ella pero no menos triste es el destino de quien trata de prescindir de ella4.

Sin embargo, tanto en Grecia como en Roma tuvieron lugares destacados. Lacan en la introducción del seminario “La transferencia”, nos dice que no duda de la importancia de las mujeres en la sociedad griega antigua, que tenían su verdadero lugarY no solo su verdadero lugar, sino que tenían un peso del todo eminente en las relaciones de amor…Se demuestra, siempre a condición de saber leer, que ellas tenían un papel que para nosotros queda velado, pero que sin embargo es muy eminentemente el suyo en el amor –sencillamente, el papel activo. La diferencia que existe entre la mujer antigua y la mujer moderna es que la mujer antigua exigía lo que le correspondía, atacaba al hombre5.

La llegada del Cristianismo es uno de los momentos de inflexión en la historia de las mujeres. A partir del estoico Musonio, se establece que los hombres debían practicar la misma continencia que las mujeres, idea que acabó extendiéndose en todo el Imperio, que afecta a su vida. El hombre ha de ser fiel a su mujer, igual que ellas lo son. Por tanto, contención, dominio de sí y fidelidad son elementos que se van imponiendo. Y a partir del siglo III la regulación de la vida va a ir aumentando, por ejemplo se prohíbe al marido tener concubina. Paradójicamente o no, cuanta más valorización obtienen las mujeres, más regulaciones.

El ideal del matrimonio que va imponiendo la Iglesia cristiana va tomando fuerza, se trata de la institución que está en la base de la organización social, y para su conservación, la regularidad y la castidad de las uniones sexuales eran características importantes6. El matrimonio único, la continencia y la virginidad ocupan un lugar destacado.

Das a luz entre dolores y angustias mujer, sufres la atracción de tu marido y él es tu señor. ¿E ignoras que eres Eva? Vive aún en este mundo la sentencia de Dios contra tu sexo…. Eres la puerta del diablo. (Génesis, 3).

Por María, todas las mujeres son bienhechoras. La mujer ya no es maldita, pues su raza ha conseguido con qué superar en gloria incluso a los ángeles. Ahora Eva está sepultada… (sermón de Proclo de Constantinopla).

Lacan en el texto “La familia” señala que el cristianismo hace dos cosas: la enorme exaltación en lo referente a las exigencias de la persona y, por otro lado, sigue la tradición romana, patricia, del lugar privilegiado que tenía el matrimonio. La Iglesia integra estas dos cosas al ubicar en primer plano del vínculo del matrimonio la libre elección de la persona. Aquí tenemos el origen de la familia y del hombre moderno.

Podríamos seguir con innumerables ejemplos en la historia, sin olvidar las persecuciones en la Edad Media a las llamadas brujas, y el conocido y abominable libro “Malleus Maleficarum”, que ahondaron y profundizaron en esa maledicencia de las mujeres y en la justificación de su asesinato.

En “Ideas Directivas para un Congreso sobre Sexualidad Femenina” Lacan evoca lo siguiente: el hecho de la duplicidad del sujeto está enmascarada en la mujer, tanto más cuanto que la servidumbre del cónyuge la hace especialmente apta para representar a la víctima de la castración.

De sobra sabemos que las cosas entre los hombres y las mujeres no andan. Es imposible escribir la relación sexual entre dos cuerpos de sexo diferente. El ser es un cuerpo, no hay relación sexual porque el goce del Otro considerado como cuerpo, por un lado, es siempre inadecuado y por el otro lado, es loco, enigmático. No hay goce del cuerpo a cuerpo.

El goce pasa por el inconsciente, el síntoma es la manera en que uno goza de su inconsciente. Colette Soler, en “Lo que Lacan dijo de las mujeres” señala: una mujer-síntoma es primero un cuerpo para gozar, para gozar por medio del inconsciente, pero con el siguiente resultado: que el goce soportado por ese cuerpo Otro, en el fondo, para el hombre no es si no gozar del inconsciente. Esto supone que la mujer no es un objeto anónimo, si no que ella porta algunos signos enigmáticos, desconocidos para ella y a menudo desconocidos para él, que la ponen en afinidad con el inconsciente de un hombre.

El goce de la mujer la divide entre el goce fálico y el goce Otro, a veces, del que nada puede decir, dejándola en una soledad de la que las mujeres que lo experimentan bien saben. Por tanto se experimenta, pero no teniendo significante que lo nombre es como el continente negro que mencionaba Freud. Enigma para la mujer, enigma para el hombre. Ser maldita, loca, extraviada, es una forma de denominar lo que no tiene nombre, lo que no puede escribirse.

La maldición sobre el sexo está servida, es tanto para hombres como para mujeres, es para todos, pero recae especialmente en las mujeres, como si ellas fueran las responsables de eso que no anda entre hombres y mujeres. Y hay algo de todo esto que, a pesar de las distintas condiciones de la vida actual y de la posición de las mujeres en lo social, sigue permaneciendo. La culpabilidad recae sobre ellas. Estos hombres que las asesinan parece que no pueden soportar esa imagen que no tiene figura en realidad, que es evanescente, aunque esté vestida de ropajes. No soportar ese vacío ¿es lo que precipita la locura de algunos hombres, que también caen después en él?, suicidándose. Se suele atacar en el otro aquello que no se soporta de uno mismo.

Partir de la imposibilidad entre los sexos parece la única forma de poder inventar un amor que pueda sostener las relaciones entre hombres y mujeres. El afán social por borrar las diferencias, homogeneizar, universalizar, solo puede traer el camino de los estragos; en la medida en que tratar de suprimir ese Otro desconocido lleva a las mujeres a la histeria, a querer ser un hombre y, por consiguiente, padecer de sus síntomas, alejándola de su goce de mujer. Y hacer surgir a ese Otro como Dios tampoco está exento de efectos.

Lo femenino lleva a veces al extravío, lleva a las mujeres a las mayores locuras, por eso hay que señalar que lo sexual, el acto sexual, es lo que prohíbe a las mujeres la locura, dice Lacan en “Televisión”. El fracaso del encuentro de los goces pone límites, ya que deja a cada uno con el suyo. Para que una mujer pueda desear a un hombre debe aceptarle como amante castrado, o sea, debe dar el lugar al goce fálico que también está en ella y que pone límite a ese goce Otro. Y es la posibilidad para ella de pasar de ser amada a amar. Si el hombre no acepta entregar su castración, siendo el amante de una mujer, dificulta que ella pueda entrar en ese circuito del deseo. Castración entonces y no potencia, como puede soñar la histérica.

Un hombre sólo puede amar a una mujer desde esta posición, esto es lo que puede hacer que no retroceda ante una mujer y sus semblantes. Ésta es la forma de poder amarla. Seguimos con Lacan en L’Etourdit: Cómo reconocería el hombre servir mejor a la mujer de la que quiere gozar si no es devolviéndole ese goce suyo que no la hace toda suya: por en ella re-suscitarlo…. Lo que se llama el sexo es propiamente por sostenerse de no-toda, el heteros… Llamemos heterosexual, por definición, a lo que ama a las mujeres, cualquiera que sea su propio sexo.

Notas

1 Duby, G. y Perrot, M (directores). Historia de las mujeres. Tomo I. Taurus (1996). pág 21.

2 Ob. cit. Pág. 23.

3 Ob. cit. Pág. 56.

4 García Gual, C. Prometeo : mito y literatura. FCE (2009). pág. 40.

5 Lacan, J. Seminario 8, La Transferencia. Paidós (2003). pág 43.

6 Duby, G. y Perrot, M. Ob. cit. Pág. 390.