› Novedades › Textos › María Luisa de la Oliva › La corrupción de la palabra
La corrupción de la palabra
Αλήθεια es como los griegos llamaban a la verdad, lo que está des-cubierto. Lo opuesto sería ψεῦδος, el encubrimiento, la mentira. ¿Son tan contrarios? Si yo digo que miento, estoy diciendo la verdad, pero a la vez en esa aserción estoy manifestando que miento, pero al decirlo, ¿miento? Es impensable una sin la otra.
Freud es deudor de la articulación entre ambas. A finales del S. XIX, contradijo la idea de que los síntomas de conversión de las pacientes histéricas eran una simulación, descubriendo que por el contrario, querían decir algo con ellos. Él se dispuso a escucharlas, gracias a lo cual descubrió la hipótesis del inconsciente, asentando sobre ella su concepción del síntoma, postulando que en cada síntoma hay una verdad inconsciente reprimida. Es así como inventó el psicoanálisis, que no solo se transformó en una práctica terapéutica de la palabra y con la palabra, sino en una herramienta muy potente para poder pensar lo que ocurre en las relaciones humanas, la sociedad y la cultura.
En cada una de las vestiduras o apariencias diferentes de los síntomas histéricos había una mentira primera (πρῶτον ψεῦδος) que ocultaba una verdad. Posteriormente Lacan replanteó la hipótesis freudiana en otros términos, al decir que “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”. Es Otro lugar desde el cual, más que hablar somos hablados desde “otra escena”.Juan José Millás lo describe de manera maravillosa en su último libro Desde la sombra.
En su práctica clínica, Freud se encontró con un tope al desciframiento de los síntomas. Algo impedía ir más allá, que llevaba a una repetición de aquello de lo que precisamente el paciente quería curase. A eso lo llamó pulsión de muerte, ocasionando un gran escándalo dentro de su círculo más cercano. Lacan lo nombró goce, planteando un hermanamiento entre verdad y goce. La verdad quiere poder decir el goce, pero la palabra no alcanza, solo puede medio-decirlo. De manera que siempre hay un excedente que queda inatrapable, un imposible. A eso lo llamó lo Real.
¿Cuáles son hoy los principios en los que apoyarnos sin los cuales, según Benjamin Constant en su polémica con Kant en 1797 acerca de la legitimad de la mentira, afirmaba que “no quedan más que las circunstancias, y cada cual es juez de las circunstancias…”Ahí donde todo es vacilante no es posible ningún punto de apoyo. Lo justo, lo injusto, lo legítimo, lo ilegítimo no existirían ya…Quedarán las pasiones, que empujarán a lo arbitrario; la mala fe, que abusará de lo arbitrario…”
Se escucha hablar del desfallecimiento de lo simbólico en la política, la familia y la educación. Podemos decir que está operando una cierta corrupción de la palabra que conduce a la mentira como premisa fundamental. Se hacen falsas promesas a sabiendas de que no van a cumplirse, se dice una cosa y la contraria sin que pase nada, como si la palabra no fuera algo de lo que hubiera que responsabilizarse.
Nuestras demandas -pues a fin de cuentas lo que hacemos al hablar no es otra cosa que demandar aunque no lo sepamos-, no se sabe a qué Otro van dirigidas, pues ese Otro es global, invisible y deslocalizado. No hay Otro a quien pedirle cuentas.
La instantaneidad que permiten las redes sociales y las aplicaciones de mensajería, hacen estallar el tiempo de espera tan necesario para que pueda cultivarse el deseo, y el amor.
Si no se responde en la inmediatez que la técnica nos permite, aparecen el miedo, la desconfianza, o la angustia. Este avance tecnológico, sin duda tan útil, favorece la creencia engañosa de tener al Otro al alcance de la mano, tan cerca que casi podría tocarse, cuando en realidad lo que se toca es una tecla. De la misma manera que cuando se está en un chat en internet no se está hablando sino escribiendo.
Estamos asistiendo en streaming al espectáculo de la impunidad frente a la mentira, y eso no es sin consecuencias para los sujetos. Hay un uso decidido de la mentira para obtener ventajas. La difamación, como uno de los avatares de la mentira, se utiliza estratégicamente para hundir al adversario en vez de un duelo dialéctico. Y como la velocidad de la mentira o del bulo, es mucho más rápida que la de la justicia, cuando se demuestra que hubo difamación no importa, pues ya se han obtenido los beneficios que se buscaban con ella.
Todo esto deja al sujeto moderno a la intemperie, y genera afectos de impotencia, angustia y rabia, en torno a los cuales aparecen síntomas.
Toda palabra miente en tanto que nunca termina de decir la cosa a la que se refiere. Pero no es lo mismo esta dimensión de la mentira consustancial a la palabra, que el uso consciente de la misma. Si no podemos creer ni confiar en la palabra como principio, ¿qué queda?, ¿en qué creer? Que haya una ruptura del pacto de la palabra, tiene efectos al nivel de las subjetividades.
El sujeto que el capitalismo salvaje produce, está sin amparo, sin garantías. Se arroja a los sujetos a la soledad y al anonimato como efecto de la ruptura de los vínculos que produce. Queda a cargo de cada uno construirse lo que Lacan llamaba un escabel, ese pequeño taburete con el que hacerse un nombre para realzarse. Unos lo construyen por medio del cultivo de su imagen corporal, otros son emprendedores, otros escriben blogs, etc. Cada uno a “su bola”.
Estamos en la época del selfie, del háztelo tú mismo, pues el Otro ha desaparecido. No es casual que constantemente se hable del yo, tanto al nivel de esculpir una imagen corporal que sea atractiva, a través de la cual se espera ser reconocido, como al nivel de la autoestima, la autopromoción, etc. Si aunamos la mentira como premisa y la promoción yoica, tenemos el “narcinismo”, como lo nombra la psicoanalista Colette Soler.
En esta sociedad de yoinómanos, se confía menos en la palabra que en la imagen como promotora del éxito. No es extraño que actualmente se hable de posverdad, pues no se trata de que la verdad esté apoyada en algún principio, sino que basta con que tenga una apariencia de verdad, y que se presente espectacularmente.
Los síntomas tan actuales como el TDH, la fibromialgia, y el síndrome de fatiga crónica entre otros, no se pueden pensar como desconectados ni de una verdad íntima de aquel que los padece, ni de los cambios que están sucediendo al nivel de lo simbólico.
Reconectar a los sujetos con la palabra es una apuesta difícil, pero no imposible.