Publicado el 05/07/2018

Imposible

Calaf y Midas
Desde la posición de la muerte
La masculinidad fantasmática
De una psicología de la falta a una psicología del encuentro

En el cierre de un ciclo intitulado Aún anunciaba que, en caso de insistir, cabría que a aquel “aún” y tras veinte años, le siguiese un “basta”. Uno nunca es lo suficientemente joven como para saberlo todo, de modo que hoy comenzamos con un “basta”, con el que me gustaría concluir, y al que le pongo su nombre propio, que consuma la identidad entre poder y querer, entre lo absoluto y la contingencia de mi misma afanisis: imposible o, como podremos verlo, omnimpotencia. Algún malévolo se habrá preguntado: ¿Lo imposible es el silencio de Lacan? ¿Acaso el ocaso de su red de máscaras y sus terroríficos abandonos a todos los que le aman? No se asusten, al menos aún.

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Nada falta y nada sobra a lo real. Así nos expresábamos en la última sesión desplegando la fórmula de un imposible que no es discurso en la pizarra, en la que ya no quedan restos de aquella cifra que puedan testificar aquella imposibilidad: la imposibilidad misma de que la fórmula pueda colmar el discurso de lo real, de lo real hecho discurso. Veo caras de sorpresa entre ustedes, que están de antemano disfrutando del momento en el que Lacan por fin se va a referir a ese espectro sobre el que resulta siempre evasivo y que se esconde tras el enigma de “lo real”. Resulta evidente que continuarán ustedes frustrados en sus expectativas por una fórmula que, ya lo han visto, desaparece en la pizarra como el polvo de la tiza, que no por casualidad es blanca, como la mitología.

Esta latencia imponderable de lo real puede recordar la evidencia de lo ilimitado de la realidad; pero no se llamen a engaño, ya hemos advertido que la realidad se demuestra, mas lo real se muestra …aunque no existe mirada para lo real: no existe esa posibilidad, o para decirlo más exactamente, posible no es esa mirada. Hoy configuraremos otra cifra: la realidad se percibe, lo real se crea. La hiancia se produce entre creencia y creancia, ya que lo que llamamos realidad existe como crédito, lo que equivale también a posibilidad y a falta, mientras creancia no apunta sino a lo poético, a un encuentro, o -para decirlo de una vez por todas-: impoiesis. Es, claro está, una fórmula heurística, que nos remite a lo que en Aristyteles es “fortuna”, tyche, encuentro con lo real.

Interpretar el arte es lo que Freud siempre ha repudiado, fundando para ello la noción delirante de una “psicología del arte”. Mas del arte tendremos que tomar la inspiración, y también la expiración: un óbito vital. No basta con tomarlo como inspiración para otra cosa, es decir, hacer de él ese tercero que no está todavía clasificado. No basta siquiera con afirmar retóricamente que debemos callar. Es adecuado emprender ese impulso doble, de inspiración y expiración, para apuntar una global inversión de nuestro propio relato… si acaso estuviésemos preparados para ser hospitalarios con nuestra imposibilidad… Se me solicita siempre que me refiera a lo que desde Freud es una exigencia del análisis respecto a la creación artística. En ese magma en el que opera (es un supuesto) el inconsciente se afirma una ley termodinámica ineludible: en la naturaleza segunda, en la consciencia, nada se destruye, nada se transforma, complejamente se crea. Termodinámica constructivista que nos sitúa todo lo lejos posible de una idea de “materia mental” -en forma de “mentones” o de “psitrones”-, todo lo lejos posible de cualquier parapsicología. Materia es aquí efecto de las transformaciones, de las destrucciones, y causa de creancia, término que aquí utilizaremos para examinar el borde que existe entre la conciencia y la computación. Decimos creancia, y no creación, para alejarnos del creacionismo metafísico -que a pesar de su nombre elude cualquier termodinámica. Los griegos eran explícitos al llamarlo encarnación (kreas), un escapar de lo fantasmático en una clausura de lo posible. Esta cifra de una creancia continuamente original, repetidamente constructiva, ha sido establecida por Freud en uno de sus textos que menos interés ha suscitado, que, al tratar de mitologizar la última ópera de Puccini, le llevó a reconsiderar la originalidad de la inscripción edípica, para introducir lo que denominó como CaläfGesamtheit.

De cierta dama llamada Sibylle me viene la idea de que en la formulación lacaniana, como en la freudiana, la castración está por todas partes, como la identificación edípica; y de que, como han afirmado desde el feminismo, la centralidad del falo confiere al psicoanálisis el puesto de institución heredera del patriarcado judeocristiano en sus delirios de dominación y apropiación, hasta convertir el falo en núcleo incluso de las identificaciones femeninas. No sean impacientes. No voy a negarlo, pero en su evidencia, esa ubicuidad manifiesta refiere a una falta -otra falta más- de aquello que, por escapar a los procesos de simbolización, no puede siquiera ser insertado en el relato edípico. Para descubrir el complejo de Edipo fue preciso examinar primero a los neuróticos, para pasar después a un número de individuos mucho más amplio; sería más adecuado decir que el juicio sobre Edipo, que pertenece al campo neurótico, fue extrapolado a una psicología general; de modo que debemos tomarlo como un fenómeno periférico y no original. ¿Por qué debería la castración engendrar angustia si es una operación simbólica que actúa sobre un objeto imaginario, vinculada a lo que el sujeto puede imaginar de la falta? ¿Cómo, si no desde una vivencia neurótica de la sexualidad masculina? La castración, en definitiva, sólo es estructurante en relación a una función fálica que sólo surge como efecto del relato edípico. Otra cuestión es el asunto de ese desplazamiento que ha convertido el psicoanálisis en un campo de resistencia a asumir su propia estructura, basada en un relato neurótico. Esta es la escena primordial en la que se reconoce Freud como fundador de una transferencia ancestral: la del patriarcado. Toda esa parafernalia, toda la lingüistería analítica pretende eludir la hiancia entre la condición de criatura del hombre y la de creante de la mujer. Lo que es indudable es que el tosco esquema del asesinato del padre-goce de la madre, etc., procura ocultar el hecho de que el complejo de Edipo es un sueño de Freud. El mismo esmero por tener en cuenta esos relatos como si fueran procesos, indica a las claras que deno destruir su alcance, nos volveremos cretinos: no podremos pensar en otra cosa, no podremos más que male-imaginar1.

No se puede abordar seriamente la referencia freudiana sin hacer intervenir, más allá del asesinato y del goce, más allá de la castración y el falo, la dimensión de la verdad y el saber. Cuando Freud publica Der Untergang des Ödipus Komplexes, las posiciones de la castración y edipo están rearticulándose en otra fórmula. Esa ruina del complejo de Edipo está marcando su encuentro dos años después con el mito sobre el que girará su obra póstuma, CaläfGesamtheit. Freud no sólo viene a sustituir a Edipo por Calaf, sino que además sustituye la idea de complejo -ligada a un trauma (komplexes), con la de complejo, ligada a una totalidad (gesamtheit).

Ya les estoy oyendo: ¿Por qué ha esperado hasta hoy para delatar esa omnipresencia edípica? No me creerían si les digo que estaba premeditado, que debía crear este clima para, en efecto, arruinar esa centralidad, ni que comprometida en un oficio de ruina del psicoanálisis mediante el encuentro con Freud, debía ser fiel a una cronología que desvelava los avatares de la evolución de un encuentro. Con todo, nada satisfará a nadie. Tenemos ya, después de tantas sesiones, definida la centralidad como falta, como falta de la falta, de acuerdo a lo que he denominado el imperialismo de la castración, la omnipotencia de la falta.

En esta insistencia, en esta confianza, reconocerán, ustedes analistas, lo que el análisis ha definido como obsesivo, y que define al propio análisis; Freud se empeña es preguntarse cuál es el primer encuentro, qué real está tras el fantasma, de dónde proviene esa “mágica omnipotencia del pensamiento”. Al reconsiderar el lugar de la histeria y la neurosis obsesiva, desde su aproximación analítica a la obra póstuma de Puccini, sobre la que tanto se ha dicho en relación al vínculo entre biografía y obra, podemos incluso pensar que el gran problema personal del que partió fue éste: ¿Qué crea un padre?; de esto no cabe la menor duda. Pero la pregunta sobre el encuentro primordial se responde desde una experiencia fallida, de modo que, para el análisis, lo real aparece siempre in effigie, in absentia. Alrededor de ese encuentro en lo que puede ser fallido, el problema de Edipo está presente desde el principio.

Abordando la cuestión simplemente en el terreno de la lectura, podemos decir que la castración es el signo del drama de Edipo, además de su eje implícito. Es lo que vemos en el drama de Turandot; y sin embargo, lo que se escenifica es una escena previa, propiamente pre-edípica, en la que se sugieren contenidos no-simbolizables capaces de sobrevivir a la represión. Es indudable, y así lo consideró Freud, que un caso como el que se describe podría dar pretexto a discutir todos los resultados y los problemas del psicoanálisis.

Turandot, la circulación-de-la-dote2, la repetición del duelo, parece literalizar el drama de la castración. Lo que el enamoramiento de Calaf imprime es un significante, el discurso de la histérica, que hemos indicado con una H mayúscula. Lo que ella quiere, en el límite, no es asesinar sin contemplaciones a sus animados pretendientes, ni tampoco ocultar su fragilidad; lo que quiere en el límite que se sepa, es que la ley misma que ella instituye no alcanza a iluminar la amplitud de lo que ella, como mujer, no puede desplegar con respecto al goce. Lo que le importa es que el otro que se llama hombre sepa en qué objeto precioso se convierte ella en el contexto de su discurso. El saber de Turandot está, pues, en el lugar en el que Hegel, el más sublime de los histéricos, nos designa, en el discurso del amo, como el de la verdad. Ésta es la circularidad de una ley que se defiende mediante la ejecución de lo que pretende evitar, de acuerdo a la lógica de que la ley está fuera de la ley. Y la ley es ésta: resoluciyn del enigma o decapitaciyn: no es “todo o nada”, sino más bien “parte o Todo”, es decir: encuentro o falta, génesis o agonía. La ley está en el centro del complejo de Calaf, pero mas bien como ley de transgresión o refundación o institución de la ley; de ahí que compromete la ley para escandirla, la pone a prueba para experimentar y afirmar su límite, más no como delincuente, sino como fundador: es lo que mi amigo Foucault hubiese nombrado como episteme moderna.

El carácter principal del CaläfGesamtheit es la colosal edificación de una barrera de formaciones reactivas del yo. La oposición entre la intersubjetividad del histérico y la del obsesivo, indisociable del narcisismo, adquiere consistencia en sus modos de goce respectivos. Pero para una comprensión del complejo de Calaf deberíamos tener acceso a aquello que atravesó a Calaf antes de la aparición de una neurosis constituida. ¿Por qué se compromete a un juego diluyente que requiere una tensión permanente y que obstaculiza al propio principio de placer? ¿Qué experiencia favorece su elección de esa vía? ¿Y qué es lo que le permite sortear el enigma? El relato edípico afirmará que Calaf convoca su drama de acuerdo a esa falta de filiación: no tendrá que hacerse hombre, sino crear un padre. A diferencia de Hamlet, que sucumbe a una melancolía del padre que le impide salir victorioso de la batalla edípica, Calaf anhelaría superar la fase edípica desde el duelo de una transferencia, al asumir como “deber” la tarea de castraciyn de la madre que el padre no habría sabido realizar por sí mismo. La metáfora paterna queda desplazada, y Calaf no sabe bien qué hacer con ese padre reencontrado, ¿lo ama o lo odia?, ¿es un mártir, un pelele, un tirano? Calaf no puede darle consistencia pues su presencia como padre faltante es más insoportable que la ausencia de un padre que no falta.

Lo que falta no es un padre real, cuya presencia desencadena precisamente la búsqueda; tampoco un padre imaginario, destinatario de las reivindicaciones permanentes de Turandot, sino un padre que sepa hacer respetar la ley, un tercero realmente simbólico apto para permitirle un advenimiento en tanto que sujeto deseante. Si esto fuese así, Calaf aspiraría en definitiva a ocupar el puesto de hija que Turandot ocupa respecto a su padre. Toda la ambigüedad del discurso de la princesa, en su velo de no-deseante, puede favorecer la instalación imaginaria de Calaf en un dispositivo de suplencia, cuyo punto de mira sería la satisfacción del deseo de ese Otro que desea identificar en Turandot. Calaf habría encontrado en ella a una hija/madre castradora a la que puede reducir para conseguir indentificarse con el padre simbólico. Recuerden la escena primaria, en la que reconoce a un anciano Timur como su padre, rey tártaro en el exilio, a quien había dado por muerto. La presencia turbadora en el reconocimiento del padre ausente provoca un súbito retorno de identificación que suscita una repentina regresión de los afectos a los residuos de la infancia: una regresión que determina todo el curso ulterior del proceso. Es así que este instante coincide puntualmente con el encuentro de Turandot, de quien se enamora instantáneamente al mismo tiempo que la desprecia de forma repentina. Un “amor a primera vista” que coincide con el instante mismo en el que ella hace el gesto de sentencia de muerte contra el príncipe de Persia. Un análisis clínico simple ofrecería un fértil juego de posiciones: el encuentro con su padre ausente le fuerza a un no-reconocimiento, que le lleva a proyectar un reto suicida. Así, adviértanlo, para Calaf, su deseo es ya en este punto un acto de regresión culpable y narcisista. Para Richardson, cuando Edipo se enfrenta a una madre histérica, nos encontramos con lo que Freud vino a llamar el CaläfGesamtheit.

En el drama de Calaf, la madre no aparece de ningún modo, lo que por sí mismo es altamente revelador. En esa figura ausente encontraremos una centralidad. Cabría aventurar, como algunos analistas ya han hecho, que la madre ausente del obsesivo Calaf hubiese sido dulce y pasiva, y su hijo un chico muy malo apegado a su mamá que lo amó tanto; mientras la madre de la histérica Turandot, injusta y rencorosa, habría dado a luz una pequeña desgracia cuya queja contra esa madre que no supo amarla estaría justificada. Esto resulta, a las claras, reduccionista. Según un tal Dr. Bouvet, la madre de Calaf es fálica, castradora y fascinante: pero todos estos son efectos de su relación con el niño; ella no es nada de eso a priori. Es la posición que Calaf hace ocupar a su madre lo que finalmente importa en el drama. Turandot llegará a ocupar la función de quien se vio privada de su objeto imaginario totalizante. La ofensa del extranjero, origen de la cruel herencia del enigma castrador, decapitante, habrá consistido en la fractura de su narcisismo, producida en y desde la aparición de un objeto real: el hijo. Ésta es la escena que ese hijo pretende representar en el drama. De acuerdo con la lógica deseante del bebé, la forma que Calaf tiene de recuperar su omnipotencia es sumirla en lo simbólico, al convertirla en mito, aún cuando ello implique ejecutarla en tanto real. Calaf establece la escena y se aplica a la tarea de satisfacer esa demanda al crear un estado de deseo en el que Turandot será su Otro primordial: en ningún caso se trata de un semejante. Esto le conduce a buscar en ella los signos del amor para anular los significantes de los que él es depositario. Pero situar el amor de Calaf del lado de la posesión no es un fantasma de Turandot. Lo que, en el análisis se dirá: situar la neurosis obsesiva del lado del discurso del amo no es un fantasma de la histérica.

El apego de Turandot (la-que-circula-o-hace-circular-la-dote, la herencia) se revelará finalmente como un alienarse en Calaf. ¿Pero quién a quién? ¿Qué es lo que realmente ocurre entre ellos? ¿Es ella el Otro de Calaf, como un fantasma de contenido maternal? ¿Qué es lo que tiene un cuerpo y al mismo tiempo no existe, sino el gran Otro? Para Calaf, ese lugar está habitado por otra persona, aquella que merece el nombre de todopoderosa, lo que le permite reconocerse entre dos modelos: el que se presenta como la imagen especular del yo ideal, y el que se presenta como un Otro omnipotente que resolvería el deseo. Así que identificamos la omnipotencia de Turandot con los efectos que retroactivamente produce en Calaf: un deseo-de-defensa, que es decisión-de-ofensa, y un decir-desvaído3. Contra el deseo, conectado a la omnipotencia del Otro, las órdenes (del deseo) que recibe del Él son contradictorias: inhibición (prohibición) e impulso (agencia). Figuración abstracta de su madre y su esposa, Turandot habría cumplido en relación a Puccini el papel restaurador de ese Otro capaz de fundamentar una identificación entre Calaf y Liú -figura femenina en la que, más que en ninguna otra, podríamos encontrar a él (Lui, el italiano permite esta simetría), el propio Puccini. Como se hace evidente, en un primer nivel, la realidad del Otro está representada en la impotencia real del bebé, por la necesidad y la omnipotencia de su autismo primario. El principio de placer reescribe ese estado de total impotencia, al transformarlo en avidez, como deseo voraz de total gratificación. A esa mezcla de poder absoluto e impotencia la hemos llamado omnimpotencia4.

Podría aventurarse que Turandot es el inconsciente de Calaf; pues no hay surgimiento del sujeto al nivel del sentido, más que de su desaparición en el lugar del Otro, que es el lugar del inconsciente, del saber que no se sabe. El fantasma es, pues, precisamente, el lugar en el que se aprehenderá como objeto en el campo del Otro, según la fórmula que proponíamos en otra ocasión en este mismo lugar.

A ◇ ᵠ (a, a´, a´´, a´´´ … …)

Turandot se hace patente en Calaf en tanto Otro, vientre de significantes que operará como fantasma de un saber-totalidad; lo que trataría de saber Calaf es el valor de la persona que habla, puesto que, en tanto objeto a, Turandot supone la caída, la caída libre del efecto del discurso, siempre fracturado en algún sitio. En esta paradoja es donde la tragicomedia anuda Calaf a Midas por la ausencia de tacto. Ya he anunciado, no sin escándalo por otra parte, que no existe relación sexual, provocando una alarma incrédula entre los que pensaban que el problema era exactamente y siempre sexual. El relato sobre Midas muestra a las claras esa presuposición, sobre la que aún quedarán algunos escépticos que consideren que no es posible esa imposibilidad. El Otro es oro, o para decirlo más exactamente, se trataría, tanto en Calaf como en Midas, de ese gran Otro que se desliza inmotivadamente en todo lo que para el sujeto ocupa, representa, sustituye o comercia con el oro. Turandot, todo-oro5, y un oro debido por el contacto: Todo Otra, retorno-del Otro. Ella es Oro y Otra, en la que no puede reconocerse y que sin embargo está en el origen de toda identificación, de toda simbolización. Midas desea convertirlo todo en Otro, convertir al Otro en Todo. No importa que el mundo perezca si se realiza esa justicia que insiste en llamar amor, desea convertir al oro en Otro. Pero al hacerlo, lo que se produce es, verán como no podía ser de otra forma, lo imposible: el tacto, el encuentro.

Midas es justo lo contrario del artista, pues su capacidad transformadora, su disposición al encuentro, no provienen de su arte, de su técnica, sino de un don, de Toda- una-Dote; de ahí que no pueda invertir el ciclo de metamorfosis que activa. En esa imposibilidad se amortiza, se amortaliza6 el principio de placer: la repetición como imposibilidad, o la imposibilidad del deseo voraz, insaciable de total satisfacción. Algo que, en efecto, sólo el Otro puede ofrecer. Está sometido a una economía de consumo que apunta a la repetición, a la muerte. Pero hay otra diferencia. Para el artista, despegarse del Otro supone, también para él, mutilar el Todo del Otro para mantenerlo faltante, deseante; pero esta mutilación coincide con una operación sintética, constructiva, de la que se deduce, como uno de sus efectos, no su propio acceso al estatuto de sujeto, sino su desapariciyn correlativa a la configuraciyn del objeto como Todo, su “pequeña muerte”.

2

El nombre de Calaf designaría su función dentro de la commedia dell´arte, como compulsivo y al mismo tiempo como agente de una catálisis emocional de su objeto. “Caliente” en Ciceryn, e incluso en Horacio, “vicioso”, parece que en el nombre de Calaf se articula la alternancia del calor, en su vertiente física y anímica, sentido como exigencia, pero también el “calafate”, la técnica de la impermeabilidad que hace flotar a los barcos, lo que restaña las fisuras: deseante y sin síntomas. Este obsesivo es esclavo, prisionero, condenado a trabajos forzados: ¿Por qué se aboca a una tarea agotadora que requiere una tensión permanente y que parece cuestionar el mismo principio de placer? Este “hiperemotivo” vive demasiado sumergido en los procesos primarios como para poder reflexionar sobre ello. Se encuentra sin otro destino que su realización máxima, y sin embargo, se trata de una acción compulsiva tejida de dudas. En esa vacilación, Freud quiso vislumbrar un contenido de encuentro que le condujo a interpretar a Puccini como un sujeto abiertamente consciente de su muerte, consciente de que esa obra estaba siendo póstuma, como un sujeto que habla ya como desde la muerte. Y desde esa posición irreferente de la muerte, actúa como retroproyector de un déjà-vu en el que todas las posiciones, todos los sujetos, están ya siendo significantes de la propia muerte. Se apunta aquí la posibilidad de articular un discurso sobre el presentimiento de la muerte como contenido de la fisura de la consciencia.

El CaläfGesamtheit organiza su sintomatología no para afirmar su subjetividad (como el histérico), ni para salvarla (como el obsesivo), ni para deshacerse de ella, sino para extenderla, para extrapolarla, para que sea en otros. En Turandot, la motivación inconsciente de su conducta está dominada por el principio de placer; en Calaf, por una transgresión del principio, preservando siempre al sujeto de una eventual satisfacción, mediante la angustia ante la autoridad del super-yo; cada satisfacción acarrea un peligro ulterior: habrán observado aquí la mitología del genio eternamente descontento. En él no hay lucha, sino pasaje al acto, aunque se trata del de los demás.

Se evidencia la opacidad del síntoma. Calaf es alguien secreto, a pesar de que se expone, discurre y razona sin que aparentemente le preocupe la respuesta o el hecho de que se responda. Y sobre todo, porque, esencialmente, no espera ninguna respuesta …o mejor dicho, espera que la respuesta sea absoluta: permanece instalado en su “estoy para el Otro”: de la falta central que separa el deseo del goce, está suspendido un deseo cuya amenaza proviene de su reconocimiento en el deseo del Otro: en el límite, el Otro, cualquiera que sea en el fantasma, parece ser el castrador, el agente. Entonces, ¿cómo pasar al lugar del agente? Conquistar un territorio ofrece la ilusión de vida, y no olvidemos que la apuesta amorosa de Calaf tiene todos los ingredientes de una conquista territorial. La muerte le excita, pero sólo porque, como a la Gorgona, no puede mirársele de frente sin sucumbir, por eso se prohibe la satisfacción de la excitación. Frente a ella, Calaf se encuentra sin defensas. No puede más que someterse adivinando el más oculto de sus deseos, obedeciendo al olvidarse de sí mismo. En ese deseo del Otro, Calaf exorciza y evoca su desaparición como técnica de defensa.

Su respuesta es, en suma, someterse de buen grado a ese Otro y su dictado: “No desearás nada más allá de mi deseo”, pues en el extremo del deseo, hay desapariciyn del sujeto, su “pequeña muerte”. Ese “tú eres lo que me falta” que se hace oir, será el correlato exacto del “esto es lo que tú no eres”, expresiyn superyoica tipo… con la preocupaciyn constante de provocar en él la expresión de su impotencia. Será necesario que nada falte, porque si faltara alguna cosa, entonces la imagen del Otro carecerá del objeto que Turandot es para ese Otro: “Yo lo seré todo para ella”, dirá Calaf, asumiendo “yo le faltaré, para que ella sea no del Todo”… Así se articula lo que se denomina en la psicopatología cotidiana “amor” o lucha de deseos: o, para ser más exactos, una doble negatividad en la que cada jugador pretende eliminar el deseo del otro por ser deseado mediante una identificación recíproca en la que ambos pretenden ser objetos. Frente al fuerte componente intrigante, perturbador, exigente, insatisfecho, de Turandot, atrapada en el deseo de destruir el deseo del otro, Calaf se proyecta como reactivo de su deseo de crear deseo del otro. Procura entonces ser necesario para ella, tomar el lugar del objeto amado, pero precisamente para evitar reencontrar su estatuto de objeto. Esta identificación regresiva parcial con el rasgo unitario del objeto perdido no tendría éxito, porque el goce de la cosa está profundamente prohibido, excepto si se trata de una máscara, un nombre…

No sería erróneo entonces afirmar que el deseo de Calaf lleva la marca de lo imposible, del empeño en encontrarse con la imposibilidad: trata de distanciar lo más posible el estímulo de la respuesta, lo que define la naturaleza de la creancia. Se niega a sacrificar el ser que él no es a un goce que él sabe que no existe, pero que, en caso de existir, significaría que el Otro demandaría no otra cosa que su mismo ser. Su defensa contra el deseo es doble: contra su deseo de goce, pero también contra el deseo de ese Otro maternal que identifica en Turandot. Defenderse/someterse de/a la castración equivaldría a identificarse hasta la suplantación con la figura castrante de Turandot: la supresión/suplantación del deseo del Otro. Calaf no se verá a sí mismo más que como el Otro que lo ve, puesto que este objeto es sin imagen: está vacío, es el agujero en el espejo, lo que falta en el cuadro. Quiere estar muerto respecto al saber del Otro, hacerse el muerto para salvar su estatuto de sujeto. Este es el tipo de velo apreciable en la contumaz “superficie” que afirma no poseer profundidad para reforzar la expectativa de un más allá de la superficie. Esta maniobra compulsiva lo deja fuera de juego, y, sin embargo, corre hacia el objeto de su deseo con la energía de la desesperación, pues sabe que su objeto desaparece a medida que se acerca a él mediante respuestas, palabras que la hacen desaparecer.

Evitar el deseo, sea mediante meditación zen, o mediante un sometimiento a una orden super-yoica, teniendo un amo en la amada, apunta a un deseo de jugar con la posición de la muerte: la apuesta por la pasividad como casilla que siempre gana. Si el yo como agente es un yo existente, su correlativo también existirá, en lo que denominamos Otro, como un yo paciente que se encontraría siendo paciente de todo el teatro yoico: es así que el Otro es dado como resistencia pasiva a toda acción. Así podría explicarse por qué la evitación del deseo coincide con la incidencia y la incandescencia de Calaf, que antepone su deseo al mundo: “Crollasse il mondo, voglio Turandot!”…Afirmaciyn del deseo autista de un sí mismo amenazado.

A propósito de Calaf pueden ustedes reconocer a otro que, como él, es en suma, un actor que desempeña un papel y cumple cierto número de actos como si estuviera muerto. A través de sus superficies, el juego al que se entrega el que se hace llamar Andy Warhol es una forma de ponerse a resguardo de la muerte. Se trata de un juego viviente que consiste en mostrarse invulnerable. Con este fin, se consagran a una dominación que condiciona todos sus contactos con los demás. Se les ve en una especie de exhibición con la que tratan de mostrar hasta dónde pueden llegar en ese ejercicio, que tiene todas las características de un juego -es decir, hasta dónde pueden llegar con los otros, los demás, delante de un Otro que asiste al espectáculo, que es su Espectador. Él mismo es sólo su espectador, y en ello estriba la posibilidad misma del juego. Sin embargo, no sabe qué lugar ocupa, aunque es consciente de la inanidad del juego. ¿Es él quien lo dirige? Si su objeto de amor es significante en una trama de sustituciones que consiste en aproximarse a la muerte tanto como sea posible, quedando a salvo, el sujeto antes ha tenido, por decirlo literalmente, que amortificar su deseo para jugar un juego en el que los otros son objetos de transposición. Situar a Turandot en el lugar de Liú; a Liú en el lugar de la madre… Necesita asegurarse de que el lugar del Otro no pueda ser ocupado, de ahí que pretenda ocupar él mismo esa posición, para que resulte imposible. De modo que la muerte no está a la llegada, bajo la apariencia de la decapitación, sino en el inicio, como presentimiento de lo real. Ya está inscrita en alguna parte desde siempre, como efecto de un sujeto confrontado a lo real de la ausencia, al que sólo tiene acceso a través de lo simbólico. No se trata aquí del asesinato del padre, a quien Calaf considera muerto desde su reencuentro excluido ya de lo simbólico: no cesa en su imposibilidad de matarlo. Tal lugar debe permanecer vacío, porque es el lugar de un goce que lo horroriza, pero también el lugar del saber, en donde le espera la angustia y la conciencia de lo real. Así triunfa su demostración de fuerza: borrar al Otro a través de ella. Pretende decirnos: “No pueden matarme, tantos como son, con sus deseos, ni con su indiferencia; porque el único que tendría poder, y que podría (o querría) matarme, soy yo, que, por lo demás soy, en cierta medida, muerto. De alguna manera invisible, más silenciosa, habré hecho lo que habré deseado. Apuesto por la pasividad”.

Se establece así la sutileza de esa apuesta por la pasividad como táctica de juego, como forma sutil de acciyn… ¿No creen que su deseo de doblegar, aun en nombre del amor, no es la más sutil forma de dominación, aquella que opera directamente sobre la voluntad, no desde el imperativo, sino desde el sugestivo? La idea de omnipotencia que Calaf asume en nombre del amor, posee el sistema simbólico en su totalidad. La dominación del mundo se traduce en una fórmula ligada a la designación, a la denominación: su nombre secreto tiene el poder faústico -por ausencia- de la omnipotencia. Tal y como en Etruria cada ciudad tenía un nombre secreto cuyo pronunciamiento equivalía a una rendición. Tal y como la ley de Turandot ocultaba el secreto de la fórmula castradora del enigma. Hasta aquí, todo encajaría en el relato edípico. Pero Calaf se hace consciente del discurso inconsciente de Turandot, parte de su posición como Otro, y, desde ahí, procede no ya a una cura, sino a un encuentro imposible con lo que de real pueda estar siendo ella. Desde ese saber escapa al enigma con su propio enigma. Es la confrontación de Calaf a la ausencia de objeto en la que está atrapado, en donde se pierde y a la que todo es preferible, incluida, precisamente, y más que nada, la muerte. Pero la defensa contra ese deseo de muerte se expresa en términos de una negación/inversión imaginaria que hace de Turandot una imagen del amor, figurándola como Otro. Así se da la paradoja de que ese amore que se coloca en el instante final como clímax supremo, como enmascaramiento de una pulsión de muerte, es, al mismo tiempo, la intensidad de un encuentro con lo real, que queda hábilmente suspendido por el corte final del telón.

Para el Freud anterior a CaläfGesamtheit, el complejo de castración es uno de los elementos más importantes de las perturbaciones a las que está expuesto el narcisismo primitivo del niño. Con Calaf se enfrentaba a una mascarada de la masculinidad: ésa que constituía su verdadero “continente negro” y para cuyo ocultamiento habrá proyectado toda la escenografía edípica. La moral virtuosa y viril del obsesivo Calaf es el significante de su propia dependencia; y la masculinidad que Freud sentía como fallida venía a desplegarse no sólo en total transparencia con respecto a los relatos de la castración y el instante de identificación edípica, sino también con la advertencia de atisbos de una sexualidad preedípica que muestra síntomas fugados de toda simbolización.

Puccini había visto debilitada también su posición de sujeto con la apropiación fascita de su Oda a Roma, escrita para conmemorar el final de la 1ª guerra mundial, convertida en Himno al Duce. Lo cierto es que la consideró siempre una composición menor, basura sonora, pero la escribió por encargo del Príncipe Prospero Colonna, mayor de Roma, de quien esperaba su nombramiento como Senador del Reino de Italia. Esta fantasía imperial de potentado, confirmada por su debilidad por el rugir del motor de su Lancia a 25 km/h desvela una masculinidad fantasmática que se tornó humor sardónico tras la dudosa gloria que le valió esa obra y que, en lugar de senatore, lo convirtió, según él mismo, en sonatore. Cuando escribe Turandot, es un hombre dolorido y enfermo que trabaja “como un esclavo romano”, obsesionado por el declive de su virilidad, capaz de recorrer Europa con 67 años para confiarse a algún cirujano vienés para recuperar un ápice de potencia, o desear dejarse implantar glándulas genitales de mono -lo que afortunadamente su diabetes le impidió.

Vean entonces el juego que se traen, en el que la fanstamagoría freudiana, pucciniana, atribuye la castración a Turandot. En su falso semblante de masculinidad, Calaf podrá ser desenmascarado por su objeto, de ahí que el hecho de Turandot sea inaccesible no carece de importancia. El hecho de que la función del Otro se acomode a la del muerto, implica que este Otro no goce. Turandot escenifica así el síndrome de la musa, como Mona Lisa para Leonardo, o Doria Manfredi y Elvira para Puccini. Una leve sonrisa es suficiente atisbo de vida, o quizá simulacro que oculta la sonrisa clásica de la muerte. A diferencia de Turandot, que busca e interroga a los amos/pretendientes para someterlos mejor, Calaf cuestiona aquello que lo domina, aquello en lo que está sometido. Turandot apela a un Príncipe y juega a sublevarse para enfrentarse a un no-lo-bastante-amo; Calaf sirve (constriñe) a la Princesa para que ella sea su esclava. Si Turandot asume su división eludiendo la castración que provoca, Calaf rechaza el lugar de la autoridad, sustituyendo la verdad por una búsqueda de saber que colapsa la realidad, la creencia. De ahí el origen del sentimiento de ser excluido, de quedar fuera del juego de la realidad, de ahí ese “mañana estaré solo ante el mundo”.

3

No es seguro que la pérdida del objeto constituya la raíz de lo imposible en todo sujeto. Pues si lo real es lo imposible, es el encuentro lo que constituye la raíz de lo real; y en ese real queda incluida incluso la pérdida del objeto como una comparecencia más. Anotamos aquí las tres modalidades por las que se presenta el objeto en la práctica experimental: en primera instancia todo objeto surge como comparecencia (simbólica), como asociación/escrutinio (imaginario), y como ocasión (real). Se advierte aquí una total inversión en correspondencia a las modalidades del objeto en el análisis:

identificación (imaginaria) asociación
falta (simbólica) comparecencia
obstáculo (real) ocasión

Lo que hace que el individuo sienta que la vida vale la pena vivirse, más que ninguna otra cosa, es ese encuentro que hemos venido a llamar creancia. Frente a esto, existe una relación con la realidad exterior que es de acatamiento, la propia de la pérdida, en la que se reconoce el mundo y sus detalles sólo como algo que exige adaptación. En el malestar de la cultura se revela el anhelo de un instante de encuentro que, salvo excepciones profesionales como la investigación o el arte, encuentran lugar en los recuerdos de la infancia, cuando la plasticidad perceptiva era vivida como intensa creancia, como ocasión. El acatamiento es la falta, e implica un sentido de inutilidad, de falta de sentido, de ausentido. En el arte se advierte la evidencia de lo que no expresa ni representa sentimientos, sino que los crea, sin necesidad de un sentido discursivo.

En la paradójica figura de Calaf, Freud habría encontrado restos de un contenido significante no-simbolizado. La antipsiquiatría y lo que llaman feminismo proceden de la asunción de ese nuevo escenario, sustituto que repara las viejas deficiencias en el espacio maternal. Todo converge en la problemática del espacio, que se ha querido atribuir a la “mujer”, y que Platyn, recapitulando sobre su propio sistema atomista, designa en su Timeo con la aporía de la chora, espacio matricial, creante, innombrable, anterior al Uno y al Dios, y por lo tanto, desafiante respecto a la metafísica. Es en ese espacio donde podríamos comenzar a dejar existir la tesitura de la creancia, como un más acá de la creencia, y a la que sylo podemos reconocer en esos instantes donde la experiencia de un “¡ajá!” se nos hace presente a la consciencia.

Hasta aquí, entonces, una psicología basada en la falta; falta ahora una psicología basada en el encuentro, que sustituya el principio de adaptación por el de adaptabilidad. Es comprensible que la psicología genere su propia mitología desde los encuentros clínicos, campo por definición compuesto de encuentros fallidos: traumas, excesos y deficiencias referidas a las tres inscripciones de la falta: privación -falta real de un objeto simbólico-, frustración -falta imaginaria de un objeto real-, y castración -falta simbólica de un objeto imaginario-.

	Una psicología del encuentro apuntaría a tres nuevas inscripciones:
    	asociación o invención (encuentro real con un objeto simbólico),
        ocasión o descubrimiento (encuentro imaginario con un objeto real), y
        eclosión o comparecencia (encuentro simbólico de un objeto imaginario)

El psicoanálisis se ha fundamentado en una extensión de la patología a la cotidianeidad, lo que no deja de ser una inversión categórica, que además oculta el origen mismo de sus propios encuentros. Edipo es el momento en el que el objeto del deseo aparece sometido a la ley del Otro: es el momento crucial en el que se produce el descubrimiento de la relación de la madre con la palabra del padre. Edipo, a fin de cuentas, era un hombre de Estado. Lo que genera el CaläfGesamtheit es el encuentro de un fallo del garante en la castración del Otro simbylico… Este es el relato de la mitología analítica que adopta sin duda el punto de vista del paciente, de quien asiste al encuentro desde la pasividad, más que desde la disposición. El amigo Vernant y otros andan enredados en un Edipo sin complejos, un anti- Edipo, en un esfuerzo por analizar el análisis que nos remite a Freud. Pues Calaf mostraba la escena en la que se fija la marca del estatuto fálico en la presencia real del deseo del Otro. Supuso, en suma, contemplar la naturaleza fantasmática de sus propios recursos, del propio análisis, y su carácter imperativo más que descriptivo. El encuentro con el mecanismo estructurante de lo que había considerado estructural. Freud tuvo que admitir que el deseo del Otro está mediatizado por el STE. Falo sólo desde el punto de vista de la fantasmagoría fálica, derivada a su vez de una inscripción edípica que ya no se mostraba como necesaria. Así, reducir la complejidad a un único relato se mostró análisis incompleto, faltante, lo que no extraña, pues entraña la falta, lo que corresponde a lo simbólico.

El obsesivo parece abrigar la nostalgia de un regreso a las satisfacciones de las que gozó antes. Calaf, por el contrario, escapa de la nostalgia en un movimiento que, aun pasivo, tiene todos los visos de un método: se trata de disociar el estímulo de la respuesta tanto como sea posible. Puede así persistir en sus reivindicaciones y reclamar las satisfacciones sin aplazar, fíjense ustedes: sin aplazar el gozo hasta la satisfacción del deseo. Se confronta al desgarramiento del hombre culpable e impotente, pero en lo que éste es además impulso creante. Se atiene a la astucia de Perseo, que consigue escapar a la mirada de Medusa, al enfrentarse a ella a través del espejo.

Edipo, del lado del asesinato del padre, plantea el paradigma de una pérdida; Calaf representa el paradigma del encuentro del lado de la comparecencia de la madre. La proeza del riesgo no entraña entonces ningún riesgo. El peligro está en otra parte, y no en la Turandot despiadada, ni en sus enigmas, ni en la muerte, ni siquiera en la pasividad; está al otro lado del Otro, al otro lado del espectador de mirada temida cuya presencia debe preservar a cualquier precio. A ese otro lado, se encuentra aquello que está fuera de la casa del lenguaje y que no puede identificarse ni siquiera como imposible.

Frente a la ley, -resolución del enigma o decapitación-, lo que se vislumbra es un encuentro que afronta la borrosidad de la ley misma, una sorpresa eficaz. Frente a este reto, el encuentro absorbe el desorden y suspende fugazmente la conciencia en la nada anterior a toda creación, a todo sistema significante. Al ver el asunto como desde el interior de una obra en proceso, la poiesis es sólo en parte analítica o inductiva, incluye también saltos cualitativos, de modo que lo aleatorio puede tener un lugar estructural y estructurante. Faltaría pues una Historia Natural de las Coincidencias afortunadas que informaría de un imposible caracterizado como complejidad. La necesidad, el no cesar del sentido de una posición omnipotente, se abre aquí a un habitar exento de sentido, un habitar en la incertidumbre sin nostalgia de sentido, lo que sólo es posible desde la vivencia de una experiencia creativa; o dicho de otra forma, desde el goce (y la memoria del goce) de un encuentro que, por serlo, es encuentro de lo real. Un imaginario construido desde tal desapego al ausentido indica una disposición a lo imposible, lo que apunta a un estado de incertidumbre en el que no-decidido no es lo mismo que desconocido.

La noción de la necesidad de lo imposible tiene una historia ligada al deseo religioso, al Otro, o, por decirlo en nuestras palabras, a la omnimpotencia. La limitación de lo posible parece haber desalojado los fantasmas de la disolución caótica. El hecho que desafía las leyes de la naturaleza, la violaciyn de la lygica, lo inexplicable, lo improbable …subrayan la falta de integridad de nuestro conocimiento, pero en tanto quedan instituidos como “milagro” se suman a la lygica de la realidad, de la creencia. Lo imposible no coincide tampoco con el fruto prohibido, prototipo de todas las prohibiciones. Si, como dijo Oscar Wilde, la ciencia es el archivo de las religiones muertas, lo milagroso es el archivo de las imposibilidades muertas. Así, la imposibilidad es el punto de partida de la ciencia natural, de la deductiva, pues todo conocimiento sólo puede originarse desde una conciencia que ha deshauciado su omnipotencia, pues, ya lo hemos anunciado, nunca se es lo suficientemente joven como para saberlo todo.

Precisamente en la bella Toscana donde Puccini soñaba su ópera, mencioné a la Quimera, en la que se encarna con precisión el carácter original del discurso de la histérica. La Quimera plantea uno y tres enigmas, tres golpes mortales: “¡Los enigmas son tres, la muerte una!”. La decisiyn y la opciyn se encuentran en el núcleo central de la trama: tres preguntas que son una; o bien una pregunta que son tres respuestas: Ping, Pang, Pong, esperanza, sangre y Turandot… “¡los enigmas son tres, la vida, una!”. Cada respuesta es un encuentro. Tres respuestas que se oponen a un enigma en respuesta: el nombre desconocido del pretendiente: un nombre que, desconocido se torna de “Calaf” en “amor”. Pero ¿cymo se llama Calaf? ¿No es acaso su nombre la metáfora de un sentido que sólo puede afirmarse como vuelto ausente, como lo que he nominado como ausentido? El enigma es el nombre desconocido del príncipe, el nombre de la posiciyn que ocupa, que no es la del “amor” – como responde la rendida Turandot-, sino la de una resistencia a el análisis, al vínculo. Calaf engaña para engañarse mejor; seduce para seducirse. No será la posiciyn del “amor”, o bien se trata de un amor al Otro. La energía que moviliza lo hace a la desesperada, y lo empuja apuntando no hacia el vacío, sino hacia lo imposible. El enigma se despliega como afirmación de lo que se resume en el fin de Calaf: Wärmetod, la muerte térmica del cosmos: entropía afectiva. Su resolución es mediante un acto que apunta a la respuesta de una irregularidad estructurante, de un encuentro no faltante.

Me parece que ya ven lo que quiere decir aquí la función del enigma -es un decir a medias, del mismo modo que la Quimera aparece como un medio cuerpo-, es un decir a medias solicitando otro decir a medias; es un decir a medias que a medias se desea, y su deseo es ser deseado, no por la realidad de lo que se ofrece como el espectáculo de la seducción, sino por lo que, ajeno a la simbolización, no se puede encontrar a través de los síntomas. Es, en efecto, un decir a medias sobre el deseo de ser deseada como real: la resistencia a ser Otro de él. Paradójico medio decir, por cuanto anhela una respuesta en la que se condena a desaparecer como real para eclosionar como objeto amado y amante. Pero eso, ya lo saben, es otra historia: la historia del dar lo que no se tiene.

Calaf apela a un campo de contenidos imaginarios pre-edípicos, ajenos a la centralidad del falo, ausente de la ausencia de castración, faltos de falta. El mito de Calaf sería relato del proceso de simbolización que represa esa experiencia pre-fálica al confinarla en-el-nombre- del-padre. Esto es lo que decididamente Freud estaba apuntando en su postrer CaläfGesamtheit: la mitología de la transición que conduce a Edipo y que por ello testifica el límite capaz de sugerir un antes, un más acá del principio de placer.

Desde esta perspectiva, ocupar la posición del muerto parece más bien una táctica provisional, no de adaptación, sino adaptativa. Sentirse siendo lo que de inorgánico se está siendo, no nos está disponible. Tal y como a nuestro cerebro parece resultarle no- computable su propia desaparición. En definitiva, no podemos sentir lo que de amasijo de electrones estamos siendo. Son pruebas de imposibilidad. Esta aporía apunta a la naturaleza de la conciencia, ese continente que Freud no quiso introducir en su esquema. Su concepción psicofísica sobre las investiduras de los sistemas intraorgánicos es singularmente hábil para explicar lo que sucede en el individuo en tanto éste ocupe una posición analizable, es decir, en tanto refiera a algún trauma referido al relato edípico; pero no funciona con la conciencia. Freud encontró que Calaf ejemplificaba ese deseo del obsesivo para ocupar el lugar de la muerte. Pero su insistencia viene a desenmascarar su propia condición obsesiva con respecto al desentendimiento de la muerte. Me dirán: esto prueba que Freud se embrolló en su propia posición de sujeto. Probablemente, pero vamos a considerarlo desde otro ángulo.

Si el mundo fuese lo suficientemente simple como para ser comprensible en su totalidad, entonces no podría contener seres suficientemente complejos como para comprenderlo. La complejidad genera su propia finalidad; de hecho, se produce un cambio repentino cuando cierta estructura alcanza un cierto grado de complejidad, y se hace entonces imposible mostrar que es autoconsciente, esto es, perdemos de vista su autoconsciencia. Como yo misma, el Nobel Wolfgang Pauli estaba muy interesado en los espejos, y él mismo acuñy una doble simetría: el “Principio de Pauli”, -principio de simetría que refiere a la paridad y la exclusión de los átomos en las órbitas-, y el “efecto de Pauli” -un principio de conexión acausal con el que se refería a su propensión a los accidentes, y sobre el que inspiry Jung para definir la idea de “sincronicidad”, quizá su única idea verdaderamente fértil. La fase del espejo a la que me he referido tanto es consecuencia de esa autosimilitud que se realimenta en forma de autoreferencialidad, pero su condición es suma de principio y de efecto, de aleatoriedad y fijación, de imposibilidad y de necesidad. Si nos detenemos en el libre albedrío y el determinismo, aprenderemos por qué ni los ordenadores, ni las mentes, pueden entenderse completamente a sí mismos o predecir su futuro. Sus procesos de autoorganización convierten la autoconsciencia en un elemento adicional, innecesario.

Así pues, el significado del mundo es la separación misma entre la conciencia y la computación, entre los hechos y los deseos. No conocemos lo real, sino que sofisticamos nuestros sistemas de computación, de interpretación. La creancia es, por fin, la naturaleza (la segunda naturaleza) de la realidad. Es esa creancia la que nos dice: “Hagan como yo: no me imiten!”. ¿Pero cymo es posible dejar de imitar, sino mediante la repeticiyn imposible de una repetición? Es la errancia en la repetición la que produce de forma inevitable lo que no imita. Como dijo una vez Picasso, para escándalo de algunos: no se trata de falta, sino de ocasión. La imitación pertenece al dominio donde se busca, la creancia al dominio donde se encuentra, mientras lo real es aquello que escapa a la realidad, pero que se vislumbra en el instante mismo en que, de una vez, el encuentro funda la realidad y se desvanece lo real.

Las patologías no responden como irregularidades frente a la normal regularidad de lo que no necesita análisis. Más bien sucede lo inverso: zonas de retroalimentación que se acoplan configurando identificaciones no fluidas, solidificando las identidades, son las que provocan los excesos de regularidad que hacen al análisis sentirse necesario; pero cuando el análisis interviene, procura desestabilizar ese equilibrio. Se afirma entonces una irregularidad estructural, un desequilibrio que no es ni pretende adaptarse al realismo (antireal) de la realidad, sino afirmarse como adaptativo. Se articulan aquí dos movimientos distintos, aunque convergentes: (a) un movimiento antirealista, pero no el sentido de un delirio ligado al principio de placer, sino en tanto a apertura a lo posible; y (b) una disposición al encuentro con lo imposible, y que tiene todas las trazas de ser instante de lo real.

¿Qué es lo que da a la consciencia su carácter primordial? El filósofo cognitivo lo expresa según una causalidad invertida: cuando un sistema de computación adquiere el suficiente grado de complejidad, comienza por introducirse como objeto de sus simulaciones. Esta hiancia se encuentra en el límite entre lo inorgánico y lo orgánico, entre lo muerto y la consciencia. ¿Se trata, entonces, de intentar ocupar el lugar de la muerte, o bien del encuentro con la evidencia de una corporalidad ajena a la simbolización?

Al otro lado del muro del lenguaje, allí donde en principio no lo alcanzo jamás, se encuentra fundamentalmente a ese Otro al que apunto cada vez que pronuncio una verdadera palabra, aunque siempre alcance a algún otro, por reflexión. Apunto siempre a los verdaderos sujetos y tengo que conformarme con sombras. El sujeto está separado de los Otros, los verdaderos, por el muro del lenguaje. Dicho de otro modo, el lenguaje sirve para fundarnos en el Otro, tanto como para impedirnos radicalmente comprenderlo. De esto trata precisamente la experiencia analítica.

Si verdaderamente el análisis apunta al paso de una verdadera palabra que reúna al sujeto con un Otro verdadero, con el Otro que da la respuesta que no se espera, y que define el punto terminal del análisis …entonces el análisis debe afrontar la situación en la que queda tras su propia disolución, una vez que admite que ha quedado patente la exigencia de su desaparición como programa de adaptación, para suplantarlo por otro programa de adaptabilidad. Ahí, es poiesis más que analisis lo que se aventura, como la fortuna de un encuentro con lo imposible.

El CalafGesamtheit no sería sólo Komplexe, sino en el sentido de la resistencia al análisis, a la interpretación, en términos de un encuentro con lo imposible. Existiría aquí un instinto de saber que considerará la verdad como una burda caricatura, una broma a lo real. Más allá del análisis y la interpretación de los sueños, de los sueños de la interpretación: ¡Que nadie duerma! Nessun dorma… Ese imperativo de Calaf parece una revuelta contra el análisis, y coincide con las resistencias de la academia a convertir el análisis en un objeto de análisis: la interpretación de los sueños interpela al dormir: Nessun dorma podría convertirse en el slogan de una otra revolución, esta vez sin el nombre de revolución, que apuntase a un encuentro con lo real.

Más que ahora, admitámoslo.

Mientras tanto, dejemos anotada en la pizarra la tabla que permite anunciar una psicología heurética, y que anuncia lo que ya temían algunos desde el principio: que el decir no cesa.

tyche ENCUENTRO OBJETO
stasis
thesis
(fantasía)
comparecencia simbólica
imaginario
heuresis (descubrimiento)
asociación imaginaria
real
poiesis

(invención)
ocasión real

simbólico

Notas

1 La homofonía se refiere aquí a las palabras màle (masculino) y mal (mal). N. del T.

2 Turandot y tour-a´n-dot. N. del T.

3 Introduce un juego de homofonías entre désir-d´éfense, décider´offense, y désir-déffange. N. del T.

4toutimpuissance

5 Otra homofonía entre Turandot, tout-or-dot, y tout-autre. N. del T.

6 El verbo inexistente amourtir -amar y amortizar- y también amourte, -muerte y amor-. N. del T.