Publicado el 08/03/2017

Entre luces y sombras

“Entre le chien et le loup” es una expresión que aparece por primera vez en un escrito francés del siglo XII pero que se utilizaba desde la antigüedad. Se refiere al momento del día en el que hay mucha sombra para poder diferenciar a un perro de un lobo. El perro simboliza el día porque él nos puede guiar, mientras que el lobo sería el símbolo de la noche, representando una amenaza, una pesadilla y el miedo.

Es el momento en el que por un efecto de la luz, las diferencias se difuminan, el azul del cielo se acerca a la negrura, y los rayos del sol son tan oblicuos que proyectan sombras alargadas, deformadas como el juego de  espejos de la feria.

Esa luz que borra los límites de las formas, invita a la creación de un universo imaginario en el que dar  vida a lo informe de las sombras, como  un intento de dar respuesta al enigma que nos provoca ese comienzo de oscuridad.

Las pesadillas son una creación de ese tipo. Es la parte más artística, y narrativa de nuestro inconsciente, Bajo el estado del sueño, cuando la conciencia está adormecida, aprovecha la ocasión para decir lo que de otro modo sería más complicado. Así, nos pilla de sorpresa, desprevenidos. Y ante lo cual no tenemos ningún recurso. Se tiene la pesadilla, se vive la pesadilla, y no hay manera de zafarse de ella. Tan solo queda el recurso al olvido, o a despertarnos, pero aún así, lo que aconteció ya está ahí como una marca, como un intento de escritura ante lo real.

Es muy interesante que las primeras manifestaciones de arte, el llamado arte rupestre debido a que  son dibujos hechos sobre piedras, estén hechas en una parte de la cueva donde no entraban los rayos del sol, de tal manera que para  realizar las pinturas, se tenían que servir de antorchas. ¿Por qué desearían plasmar sus imágenes sin la luz del sol cuando hubiera sido mucho más fácil para ellos hacerlo a la entrada de la cueva, donde sí llegaban los rayos del sol? ¿Por qué preferirían pintar bajo la luz titilante de una tea en el fondo de una cueva? Pienso que esa elección de pintar de esta manera y no de otra, marca en sí mismo el comienzo del arte. La luz solar pareciera que da  a los objetos una cierta realidad, mientras que la luz de la antorcha podríamos decir que resta, quita realidad y hace aparecer los objetos no  como una copia de la realidad, sino más bien de acuerdo a cómo esos objetos son mirados, es decir fantasmáticamente.

Esa luz produce un efecto de corte entre el objeto en sí y el objeto que se mira, o dicho de otra manera entre lo real y la realidad. Esa luz, vela la cosa en sí, pues esa cosa, no se puede ver. Es una luz que produce un efecto de corte entre lo real, confinado a los abismos, ya perdido, inaprensible, y lo que se ve. Lo real queda ya para siempre bajo la sombra de la luz de la antorcha, condenado a aparecer solamente con el disfraz de una imagen. Lo que se ve, ya no será más que  efecto de la propia mirada. Es esa mirada la que alejada del mundo de las luces, pretende plasmarse en las oquedades de la piedra hecha lienzo.

Es precisamente el juego de luces y sombras de la antorcha lo que también permite apreciar los ángulos, cortes, aristas, agujeros, vértices, abrigos, y oquedades diversas de la roca. Ese primer artista, que quizás ya lo era cuando decidió coger la antorcha  para irse al fondo de la cueva a pintar, fue el que creó de manera simultánea marco, lienzo y  pintura. Fue la primera vez que un objeto fue sacado de su contexto para aparecer en otro lugar y de esta manera hacer aparecer al espectador. También el espectador necesitaba de la luz palpitante, temblorosa para asomarse a esas imágenes. Tan solo a la mirada de Dios no le sería necesaria esa luz, acaso porque Dios es ciego ya que lo ve todo. Cegado de su omnivisión.

Dioses y arte han ido de la mano durante siglos. Freud hablaba en “El porvenir de una ilusión”, de lo difícil que es soportar la vida. A partir de eso él situaba la triple función de los dioses: “espantar los terrores de la naturaleza, conciliar al hombre con la crueldad del destino –sobre todo la muerte- , y la compensación de los dolores y privaciones que la vida civilizada le impone”. Tres formas de lo real que son recubiertas con la función de Dios.

Para Freud, las ideas religiosas son “ ilusiones” que aportan respuestas a los enigmas “ante los que se estrella el humano deseo de saber”, esto es:la creación del mundo, la relación entre cuerpo y alma, y la relación entre los sexos. Dos años después, en su trabajo “El malestar en la cultura”, plantea que el sufrimiento en el humano proviene de tres víasdel propio cuerpo, de la relación con los otros, y del mundo exterior. Ante lo que sería un exceso de sufrimiento, habría lenitivos como las distracciones poderosas, las satisfacciones sustitutivas y los narcóticos.

Curiosamente nos dice que una de las técnicas, pues  las llama así, para evitar dichos sufrimientos, sería el desplazamiento de la libido, es decir, reorientar los fines pulsionales de tal manera que eludan ese sufrimiento exterior. La sublimación podría contribuir a ello, pero eso no se puede aplicar a todo el mundo. Habla también de otro método para conquistar la felicidad y alejar el sufrimiento al cual llama “técnica del arte de vivir” que finalmente asocia al amor. Mientras que el goce de la belleza, “si bien protege escasamente contra los sufrimientos, al menos nos indemniza por muchos pesares sufridos”. Así pues, nos plantea dos modos de gozar diferentes para alejar el sufrimientoel amor y la belleza.

Lacan será un poco menos optimista que Freud, pues hace hincapié en que el amor es también fuente de grandes sufrimientos, una pasión del ser anclada en la ignorancia de que hay un imposible entrelazado a los dos sexos como una costura. En relación a eso, el psicoanálisis es una apuesta, una invitación comprometida éticamente hacia el saber, que permite acercarnos a esas costuras de lo imposible. Pero ese saber de lo imposible, no las desata, sino que más bien desenreda los nudos del amor y hace a este más digno,  permitiendo gozar de sus vuelos, al igual que se puede gozar con el vuelo de una cometa cuando sus hilos no están enredados. Ahora bien, siempre bajo el viento de la contingencia.

Por otra parte, el goce de la belleza no es algo generalizado, y aún menos en los tiempos actuales en los cuales la fealdad y el horror sin velo alguno del pudor, atrapan la mirada de muchos y dejan al sujeto capturado en la oscuridad más negra del goce de la destrucción, abandonándole a los aullidos del loup, con estupor y temblor dicho en palabras de Amèlie Nothomb.

Una parte del arte contemporáneo se hace eco de todo esto, mostrando en sus obras las consecuencias de ese goce tanático que ya no es silencioso sino un ruido constante. Nos pone delante aquello que el sujeto no quiere ver de la participación de su propio goce  en esta sociedad  del espectáculo. Es un arte que muestra los engaños del sujeto en el capitalismo moderno, que advierte de eso a la vez que nos protege del horror. Es un lado ético del arte.

Otra parte del arte contemporáneo no hace objeción a esos engaños, y participa de ellos dándole al espectador más carnaza para seguir gozando en la ignorancia de lo que goza, sacando buenas plusvalías de esa operación. Quizás se le  pueda llamar el lado cínico del arte.

En un trabajo anterior : “Los engaños del sujeto en el capitalismo moderno” planteaba que hay al menos dos salidas posibles a este engaño, una es a través del arte, que por habitar siempre en los márgenes del discurso, está a resguardo de los riesgos de la deriva del capitalismo, y otra es el psicoanálisis.

Volvamos a la cueva de ese primer artista. En alguna de las figuras de la cueva del Pindal en Colombres (Asturias), se puede apreciar una mancha de color rojo sobre el lomo de un  bisonte. A los investigadores no les convencen las versiones que apuntan a que esa mancha significaría la herida hecha por una flecha, ni tampoco la representación del corazón. Así pues, esa mancha permanece aún como un misterio para todos. ¿Por qué no pensar que esa mancha es justamente eso, una mancha que atrapa nuestra mirada, algo que se escaparía al trompe l’oeil, al doma-mirada (Lacan) que es el cuadro pintado en la roca?

Lacan comenta en el Seminario XI que en la dialéctica del amor, la búsqueda de una mirada como signo de amor es siempre insatisfactoria, pues el otro no me mira nunca desde donde yo le veo, y también a la inversa, pues lo que yo miro tampoco es nunca lo que yo quiero ver. Quizás esa mancha en el lomo marque ese hiato entre una cosa y la otra.

También en el sueño de Freud de la inyección de Irma aparece una gran mancha blanca y unas escaras grisáceas en la garganta de Irma que los médicos amigos de Freud se prestan a interpretar. De ese sueño,  dijo Freud a su interlocutor Fliess: “algún día se podría poner una placa que dijera: “el 24 de Julio de 1895 se le reveló al Dr. Freud el enigma de los sueños”. También Lacan consideraba ese sueño como el sueño inicial, el sueño de los sueños.

Al final de ese sueño, Freud ve escrita la fórmula de la trimetilamina. Esa fórmula no da la respuesta a nada, al igual que tampoco lo hacía el oráculo que profería la Sibila al fondo de una cueva,  sino que más bien lo que hace es incrementar el carácter enigmático que plantea a todos los personajes del sueño las manchas en la garganta de Irma. Es más, para Lacan esa fórmula enigmática es la respuesta a la pregunta sobre el sentido del sueño. Es decir, que no hay Otro del Otro, no hay la respuesta de la respuesta. Lo más que puede haber ante el enigma de lo real son unas letras, una fórmula, pero sin sentido.

Manchas, ombligo del sueño, límite a lo interpretable, que finalmente remiten a otro real en tanto que imposible de atrapar. En ese caso, se trataba  del real de la muerte. Así, este sueño es un ejemplo del límite entre lo simbólico y lo real, entre luces y sombras entonces.

Esa mancha, equivalente para Lacan a la función de la mirada, ejercería sobre nosotros una atracción gravitatoria sobre el cuadro. Sería aquello que permite verlo pero en tanto que hay algo que no puede ser visto. Así pues, es un agujero no visible pero que circunscribe, enmarca lo que sí puede verse.

El pintor Javier Garcerá, amante de la cultura oriental,  lo dice de esta manera tan poética: “{….}.todo depende de nuestro ver y de la posibilidad que al ver le concedamos. Ahora bien, no es posible que la experiencia del ver se convierta en un acontecimiento subjetivo si la obra no suscita la aparición de una anomalía, si su energía no conduce al espectador a otro lugar en el que no le sea fácil reconocerse, si su presencia no motiva la aparición de una lejanía donde perderse y desorientarse para percibir la huella del resto[…}.La obra se abre para mostrarnos de su mano los indicios del resto y crearnos espacios donde vivir nuestra pérdida, para invitarnos a dar un salto desde lo que veíamos por conocido a lo que vemos que se nos escapa,[ …} para ofrecer imágenes inabordables en las que lo perceptible desemboque en lo irremediable y descubrir un mundo donde mantenerse en lo abierto de lo existente [……}Solo cabe ahora instalarse en esa entrega y esperar, esperar pacientemente, sin expectativas, gastando tiempo, perdiendo tiempo. Porque la obra es una morada temporal que acoge en su seno el misterio, el enigma, {….] y entre tanto nos queda el vacío, el vacío como pregunta silenciosa, el vacío al que seguir entregándonos para olvidarnos de nosotros mismos […} Porque solo renunciando al posible sentido y aceptando que es imposible comprender lo que entre el sujeto y la obra acontece, podemos sumergirnos para emerger en nuestro propio perder”. (Catálogo de la exposición “Take off your shoes”. Madrid noviembre 2009).

En su serie Take off your shoes nos traslada con una gran delicadeza a espacios en los que siempre hay una sombra, una rendija, algo que asoma sutilmente, pudorosamente evocador de lo que no se puede ver, pero no porque lo muestre, ya que lo que es imposible de ver tampoco es posible mostrarlo. Sin embargo, con su pintura él proyecta velos de luz y de sombras que nos permiten imaginar que hay un más allá de la imagen, y a la vez nos protege de ello.

En la cultura  tradicional japonesa, hay una mayor aceptación hacia lo que hace mancha, al juego de luces y sombras, a la opacidad, pues es precisamente en ese juego donde ellos encuentran la belleza. En su magnífico libro “ El elogio de la sombra, Tanizaki nos describe el placer que les produce un cristal con vetas, ”el que encierra en su masa parcelas de materia opaca” […] “Siempre hemos preferido los reflejos profundos, algo velados, al brillo superficial y gélido; es decir, tanto en las piedras naturales como en las materias artificiales, ese brillo ligeramente alterado que evoca irresistiblemente los efectos del tiempo. En realidad es el brillo producido por la suciedad de las manos, el desgaste”.

Contrariamente a esto, la cultura occidental tiende a borrar toda huella de desgaste en los objetos por una cuestión de limpieza. Sin embargo, esa suciedad asociada al contacto humano, al uso a lo largo del tiempo es considerado como un ingrediente de lo bello para los orientales.

Tanizaki describe cómo es gracias a  la luz de los candelabros que se puede realzar la belleza de las lacas japonesas, y hablando de las casas japonesas nos comenta que al carecer de ladrillos, cristal y cemento para proteger las paredes contra las ráfagas de lluvia tuvieron que proyectar  los aleros del tejado sobresaliendo mucho, tanto que apenas dejaban entrar la luz. De esta manera, se vieron obligados a residir en viviendas oscuras, y “un día descubrieron lo bello en el seno de la sombra y no tardaron en utilizar la sombra para obtener efectos estéticos”.

De esta forma, hicieron de la necesidad virtud, o en palabras de Freud podríamos decir que encontraron una “técnica del arte de vivir”.

A nosotros nos gusta esa claridad tenue, hecha de luz exterior y de apariencia incierta, atrapada en la superficie de las paredes de color crepuscular y que conserva apenas un último resto de vida. Para nosotros, esa claridad sobre la pared, o más bien esa penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás”[…] ”Lo bello no es una sustancia en sí sino tan solo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por la yuxtaposición de diferentes sustancias. Así como una piedra fosforescente, colocada en la oscuridad, emite una irradiación y expuesta a plena luz pierde toda su fascinación de joya preciosa, de igual manera la belleza pierde su existencia si se le suprimen los efectos de la sombra”.

Entre luces y sombras, “entre le chien et le loup”, transcurre el psicoanálisis.  La oscuridad de la angustia puede tornarse en claridad una vez que se enmarca,  que se comprueba  que su vacío es tan solo el color de su afecto, su experiencia subjetiva, ya que la angustia es lo opuesto al vacío. Es el efecto de  la falta de vacío, el precio a pagar en sufrimiento al no desalojar el objeto de un lugar que permitiría que en vez de angustia haya deseo. Esa es la dialéctica, la transformación, la alquimia del análisis, que ahí donde era la angustia, se instala un deseo.

Para eso, hace falta que dos lo quieran. Hace falta que lo quiera el analizante, que quiera pagar el precio para conseguirlo, querer desprenderse de las amarras que lo tienen engañado y preso de las exigencias de la demanda, de la obstinación pertinaz del fantasma. Querer pagar el precio de su castración en vez de ahorrárselo.

Un analizante en el tramo final de su análisis, trae el siguiente  sueñoestaba en la montaña, tenía que ir por un paso que era difícil para llegar a otra montaña. Para ello, había que pasar con una cuerda para después entrar por un agujero en la otra montaña. Debajo había un precipicio. Él quería ir a ese lugar. Pasaba varias veces, lo ensayaba, y después volvía a pasar. Si miraba hacia abajo, veía el precipicio. Lo mejor era no mirar y saber que si lo hacía bien, si se agarraba bien, lo podía conseguir. Después tenía que hacer eso mismo pero con su hijo. Le tenía que enseñar a pasar. Era en ese momento que a él le daba más miedo. En otra escena, veía a su familia que pasaba por otro lugar, iban a otra parte. Pasaban por un puente ancho y el precipicio estaba lleno de agua. Iban en grupos hablando entre sí. Él hacía comparaciones entre el lugar por el cual él pasaba y el lugar por el cual pasaba la familia. Decidía que el lugar de la familia no era el camino que él quería coger. Después, veía que en vez del precipicio había un río de agua cristalina, y pensaba que había una buena caída, pero que no le pasaría nada si se caía porque el agua era cristalina.

La posición fantasmática de este sujeto es la de creer ser la excepción a la regla universal de la castración. A él le estarían permitidas ciertas licencias para hacer lo que le venga en gana, con la creencia –transmitida por su padre desde su infancia- de que “no pasa nada”. Esta posición en el fantasma, ha traído aparejado una cohorte de síntomas con mucho sufrimiento, llegando a situaciones de degradación para convencerse de que no hay tal excepción a lo universal de la castración. Él ya sabe que no se puede escaquear sin que eso no tenga consecuencias. El análisis le ha hecho ver que sí pasa algo.

En ese sueño, hay un querer y una decisión de atravesar un paso para ir de un lugar a otro y también de llevar un camino distinto al de su familia, una decisión de separarse de ese camino. Camino de las identificaciones. Hay un salto. Él comenta: “En realidad el precipicio es creer que me puedo escaquear, o que no pasa nada, que es la fórmula de mi familia”.

Es un ejemplo muy claro de cómo lo que genera la angustia no es el vacío, sino que por el contrario, es eludir la castración lo que la  provoca.. Es como darle la vuelta a un guante, y descubrir que la castración no sólo no es la causa del sufrimiento sino su re-solución.

En un artículo de Reyes Mate (“El último testigo”, El País 26-9-2011) habla de cómo entendía la culpa Hegel, y dice “la culpa según Hegel es la cicatriz o señal que deja el crimen en el criminal”. Me ha gustado esa fórmula, pues se puede aplicar al enfermo de la culpa que es el neurótico, siempre penando de más, culpándose de goces que solo están en su imaginario, pues llegada la hora de la verdad recula ante el goce siempre que este implique el pago de una libra de carne.

Decía antes que para que se produzca la alquimia del análisis, hacen falta que dos lo quieran. Uno es el analizante, y el otro, el analista. No es que lo quiera como anhelo, como un furor curandis, sino como una apuesta del deseo de analista que él porta, y del cual Lacan da una definición en el Seminario de la Transferencia que se puede oponer a la fórmula de la culpa de Hegel que mencionaba anteriormente. Lacan se pregunta qué debe ser el deseo del analista, “hasta dónde ha tenido que llegar lo que sabe en lo referente a los efectos mismos del saber”,  qué debe quedar de su fantasma, “cuál tiene que ser el papel de la cicatriz de la castración en el eros del analista”.

Así que plantea el deseo del analista como una cicatriz de la castración, es decir, una marca indeleble. Después de hacerse la pregunta, se responde “quizá nosotros podamos definir, en términos de longitud y latitud, las coordenadas que el analista ha de ser capaz de alcanzar para, simplemente, ocupar el lugar que le corresponde, definido como aquel que le debe ofrecer, vacante, al deseo del paciente para que se realice como deseo del Otro”.

Los efectos del saber de la cura, le pueden llevar a un sujeto a que se produzca ese vaciamiento que con posterioridad, si decide ser analista, podrá ofrecer como lugar para el analizante. Es decir, que el deseo del analista está coordinado, conjugado a los efectos del saber, a sus consecuencias. O mejor dicho, esas consecuencias dependen de cuál sea la posición que adopte en relación al saber adquirido en su propio análisis. A lo que haya consentido que advenga de ese saber, a sus límites, a dónde haya querido llegar en relación a ese saber acerca del real que le concierne. De todo eso, dice Lacan, hay una cicatriz, y una de ellas será el deseo del analista, que será lo que le pueda permitir sujetar la antorcha para que el analizante vaya haciendo aparecer, tras las sombras de la verdad, esa materia opaca, informe del goce, y si la suerte acompaña, poderlo firmar como propio, como algo que permanecerá ya imborrable. Eso sí, hace falta que se mantengan ciertas condiciones medio ambientales, que la Escuela sepa descubrir esos hallazgos y que el paso del tiempo no los acabe borrando.