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El toxicómano, un hombre de palabra
En el Malestar en la cultura, en 1929, Freud define la intoxicación química como el método más brutal y eficaz de protección contra el sufrimiento y de obtención de un goce inmediato. Ya entonces, el consumo de drogas estaba ampliamente difundido al lado de una nueva enfermedad, la toxicomanía, la locura del tóxico, considerada como un problema social. Hoy en día, la ciencia sigue buscando la píldora de la felicidad prometida.
Si el uso de drogas es un fenómeno que se pierde en la noche de los tiempos, la toxicomanía por el contrario es un concepto relativamente nuevo que apareció en el contexto de finales de la revolución industrial. Actualmente, este término forma parte del vocabulario psiquiátrico corriente. Se encuentra al lado de las neurosis, las psicosis y las perversiones como si se tratara de una entidad del mismo rango. Ahora bien, la toxicomanía no es un concepto propio de la clínica sino de la idea de salud pública de finales del siglo pasado.
Según los historiadores, el cannabís, el alcohol y el opio eran conocidos y utilizados desde hace siglos en Europa. Antes de la aparición de la farmacología moderna, los tenderos y después los farmacéuticos, preparaban y vendían normalmente mixturas hechas con estos productos. Pero no estaban catalogados, suscitaban un desinterés general y su consumo estaba muy lejos de constituir un problema de sociedad.
Para situar las condiciones que han precedido y determinado la invención de la toxicomanía hay que abordar los efectos de la ciencia y de la farmacología de la primera mitad del siglo XIX. La aparición de la jeringuilla y los progresos de la química en la extracción de alcaloides de la coca y del pavot dieron lugar a una proliferación de productos cada vez más poderosos como la cocaína, la morfína, etc. Productos cuyos efectos milagrosos, así como su capacidad de manipulación de los estados de conciencia, serán ampliamente celebrados por personajes como Baudelaire, Poe, De Quincey, Moreau de Tours, Freud y otros. Por su parte, la medicina comienza a interesarse en los nuevos síndromes de intoxicación y establece minuciosamente los cuadros clínicos del alcoholismo, del morfinismo, del cocainismo, etc. Es el periodo del descubrimiento y del estudio de los efectos de la intoxicación sobre el cuerpo.
Progresivamente, estos nuevos productos originados en el mundo de la medicina se introducen en la vida social. De entrada son consumidos por los médicos y por los enfermos “enganchados” al tratamiento, después por las mujeres, a quienes les estaba prohibido el alcohol, después por los militares y finalmente y a gran escala por las clases populares desheredadas por la industrialización. Pero sin duda, lo que más contribuyó a la expansión del consumo de drogas fue la recuperación del discurso de la ciencia por el capital y la incipiente organización del mercado de estupefacientes.
La introducción en Europa de los excedentes del comercio inglés del opio o los esfuerzos de las grandes industrias farmacéuticas, como Bayer por ejemplo, para comercializar la heroína, la hermana comercial de la aspirina, pueden ilustrar esta afirmación.
Al final del siglo XIX el consumo de estupefacientes es considerado abiertamente como una plaga por una parte de la población y se convierte en una nueva enfermedad de la civilización, como el cólera o la sífilis, que se propaga principalmente en la miseria. El pharmakon de los griegos, medicamento y veneno a la vez, se muestra ahora bajo su aspecto mortífero. En el lenguaje médico el morfinismo se convierte en morfinomanía, después el cocainismo en cocainomanía y así sucesivamente. A la noción de intoxicación se añade ahora la de manía, de locura y pasión morbosa. El consumidor de drogas es imaginarizado socialmente como un ser degenerado librado a sus apetitos. Lo que se pone en evidencia es el supuesto goce procurado por la droga, que se convierte ahora en una amenaza para el orden social.
Estamos en el contexto del nuevo “Estado providencial” marcado por las ideas higienistas y de asistencia social en el que la medicina desfila al lado del Estado para llevar a cabo el combate moral de la salud pública contra las epidemias sociales. Solamente en este contexto la opinión pública, y más concretamente la prensa, agrupan los diversos “venenos del espíritu” para hablar de una manera general y por primera vez de toxicomanía. Es en este momento que aparece el toxicómano, como un individuo identificado por su goce. Harán falta todavía veinte años para que el término sea finalmente readoptado por la medicina.
Este recorrido nos muestra cómo la ciencia y el capitalismo han originado la droga como un objeto plus de goce que introduce un nuevo modo de goce en la sociedad. A diferencia de otros objetos plus de goce, plus de gozar en toc (de cartón-piedra) como decía Lacan, la droga comporta una dimensión real que afecta directamente al cuerpo.
En ese sentido, el toxicómano aparece como el paradigma del sujeto moderno, sometido al empuje al consumo e identificado a un objeto plus de gozar producido por la industria. En tanto que goce diferente de los modos admitidos por el discurso dominante, el fenómeno de consumo de drogas se convierte entonces en sintomático e insoportable para el Otro social. La toxicomanía aparece como un hecho de sociedad designado de entrada como síntoma de la civilización, como síntoma del Otro, ya que de hecho, del lado del sujeto, la droga es sobre todo una solución. Una solución a la angustia del deseo del Otro. Muy pocos de los llamados toxicómanos pueden dejar esta solución. Lo que les causa problema son, o bien los efectos secundarios, la dependencia, el síndrome de abstinencia, la exclusión familiar o social, el encarcelamiento, etc., o bien el fracaso de esta solución de la droga : ahí donde tenia éxito, ahora fracasa. Es a partir de estas causas que dirigen su demanda.
¿Cómo este Otro social aborda este fenómeno que constituye un síntoma para él y una solución para el sujeto?
El paradigma que orienta lo que yo llamo la lógica de la toxicomanía es la supresión del consumo. Si el producto intoxica, suprimamos el tóxico, podríamos decir. En la lógica de la toxicomanía, que es la lógica del amo, la droga se sitúa en el lugar de la causa y la acción se orienta siguiendo un mandato: “no a la droga”, que constituye la clave, el significante amo por excelencia, de esta lógica. De ahí que la acción médico-social del Estado apunte a la supresión del síntoma declarando la guerra contra la droga. En el mundo terapéutico dicho mandato aparece como un ideal, como el ideal de abstinencia que dirige los tratamientos.
Del otro lado, del lado legislativo, aparece bajo el modo de la represión, de la ilegalización del producto y de la prohibición de su consumo, que toma forma de Ley en 1916. Es en este momento cuando la toxicomanía recibe sus títulos de nobleza y se inscribe plenamente en el discurso social.
El efecto de este doble abordaje, médico y legislativo fue la constitución de un nuevo individuo, el toxicómano, indeterminado en cuanto a su responsabilidad civil y a su estatuto de sujeto de derecho. Considerado como un enfermo irresponsable, es al mismo tiempo tratado como un delincuente, como un individuo responsable que ha transgredido la ley. La responsabilidad del sujeto queda en suspenso. Es una paradoja que se ve actualmente llevada al extremo por la creciente proliferación de terapéuticas propuestas a los llamados toxicómanos como alternativa a la cárcel.
Como dice Lacan en su seminario sobre la Etica, la prohibición designa el objeto de goce y en ese mismo movimiento sostiene el deseo. El mandato de no mentirás genera el deseo de mentir. Es lo que hemos podido constatar: la prohibición de los estupefacientes no sólo ha fracasado en su propósito de acabar con el consumo, si no que ha provocado -basta con leer las estadísticas- su aumento y el de sus efectos mortíferos. Ha provocado el retorno y el aumento de la pulsión de muerte. El ensañamiento de la lucha contra la droga ha producido los llamados “efectos perversos de la prohibición”: el aumento del precio de los productos y por lo tanto de los beneficios, el aumento espectacular de consumidores y del tráfico, de la criminalidad, etc. Este irreductible, este fracaso constatado, así como la aparición de una nueva epidemia, el SIDA, y la necesidad de prevenir su propagación condujeron durante los años 90 al abandono de la política prohibicionista en favor de una nueva política llamada securitaria o de reducción de riesgos : la política de la sustitución por metadona o subitex. El paradigma es el siguiente: el sujeto puede consumir pero bajo control médico y muy frecuentemente policíaco. La política de la supresión del síntoma deja lugar aquí a otra modalidad del hacer del Amo que es la del control.
En todo caso, la lógica de la toxicomanía equivale a la aplicación de la prohibición y el control del consumo. La toxicomanía es una cuestión de orden público, y todas las preguntas y las respuestas dadas a partir de sus tesis solo pueden ser relativas a este orden público. Es en este sentido sin duda que Lacan afirma en 1956 que la toxicomanía es un término “puramente policíaco”, ya que sus presupuestos nos introducen en una lógica policíaca.
Si la toxicomanía es antes que nada un síntoma del Otro social, una lógica sostenida por la política del Amo que tiene que ver con el control social, y finalmente, un concepto inexistente en el psicoanálisis, ¿en qué puede interesarnos? ¿Por qué hablar de toxicomanía? . Porque hay sujetos que vienen a hablarnos de su consumo de drogas o a partir de él. Pero también porque el uso de drogas y el fenómeno de la toxicomanía tienen efectos en las subjetividades contemporáneas. ¿Cuáles son entonces las funciones y el estatuto subjetivo de este fenómeno? ¿Cómo se articulan con las estructuras freudianas? ¿La toxicomanía es también un síntoma para el psicoanálisis?
Voy a intentar responder a partir de un caso. Se trata de un hombre de unos treinta años que pide ingresar en un centro especializado para toxicómanos. Viene para protegerse de un consumo irrefrenable de drogas y abandonar un tratamiento de sustitución de metadona que toma en dosis enormes y que, según dice, le conduce a la muerte.
En la primera entrevista habla de su elección, porque para él es una elección, de ser toxicómano. En un momento dado de su vida tuvo que elegir entre tres posibilidades, “o matar a mi padre, -dice- volverme esquizofrénico o ser toxicómano. Elegí ser toxicómano”, mejor que loco o parricida. El explica esta elección a partir de una escena vivida a la edad de 9 años. Es Nochebuena, acaba de recibir muchos regalos de su padre. Es un momento idílico, dice. De repente, su padre entra en la habitación y sale después furioso, rompe todos los regalos y comienza a pegar a la madre. El no entiende lo que pasa. En ese momento se mete en una esquina delante de la TV y busca un programa que le absorba para no ver la escena de su madre pegada por el padre, que se repetirá regularmente y que le conducirá a realizar su elección. Así es como describe la genealogía paterna: “mi abuelo era farmacéutico, mi padre médico, y yo toxicómano”.
La primera vez que prueba la droga es hacia los 12 años, fuma un porro con un amigo que le inicia. Poco después su padre le ve y se da cuenta pero no reacciona, no le dice nada. Cuando algunos años más tarde su hijo le pregunta por qué no reaccionó en aquel momento, él le responde que no tenía por qué intervenir. ¿Por qué ? porque no tenia por qué intervenir. En otro momento dirá que fue su padre el que le dio los primeros psicotropos, calmantes a base de opiáceos, cuando era pequeño para que se calmara. También fue él el que le recetó su tratamiento actual de metadona.
De su madre, muerta en un extraño accidente doméstico en estado de embriaguez cuando él tenía 27 años, dice muy poco. Dice que tomar opiáceos le recuerda el calor, la seguridad y el cariño de su madre, que era una “mujer maravillosa”. Se llamaba “Lucy”, como “Lucy in the Sky with Diamonds”, esa canción de los Beatles cuyas iniciales forman el anagrama LSD. “Es una premonición”, dice. No sabe si él es responsable o no de este fallecimiento. Piensa que es un suicidio y toma a su padre como responsable: “le hacia tan imposible la vida a su mujer”. Pero también piensa que él mismo es el culpable: “aquella noche mi madre vino varias veces a pedirme ayuda. No me di cuenta, había tomado cocaína y pensaba que quería que fuera a comprar más botellas de alcohol. Me dije que podía esperar al día siguiente”.
Poco después la madre cae por las escaleras. “Si no hubiera estado colgado habría avisado a mi padre, que la habría salvado”. Tras la muerte de la madre, su padre le dice que es un “incurable”.
Toxicómano e incurable son los significantes que este sujeto ha elegido para hacerse una identidad en el lazo social. Al no tener a su disposición el Nombre del Padre, el psicótico recurre a la construcción de un nombre propio que le permita refugiarse y hacerse representar en lo simbólico y en el lazo social. Así es como, a partir de estos significantes, nuestro sujeto elabora un saber particular sobre los productos estupefacientes y la psicofarmacología en general, o que se presenta ante las asociaciones anti-prohibicionistas como “experto en drogas” para ofrecer sus servicios como “especialista”, o que inicia la escritura de una serie de artículos que cuenta publicar. Este saber depositado alrededor del nombre propio funciona para él como una elaboración delirante que puede protegerle y separarle del saber absoluto del Otro. Una elaboración que podría en un momento dado venir, o no, en el lugar de la droga.
Durante su adolescencia pasa horas escuchando música, aislado, con los cascos puestos a un fuerte volumen y toma LSD para evadirse de la violencia de su padre. Dice haber tenido su primer mal encuentro con la droga a los 16 años: “Cuando tomas LSD -dice-, hay que acogerlo y dejarlo subir. Si no el “trip” se queda bloqueado. Aquel día tuve miedo y no deje venir el “trip”. Desde entonces hay un agujero. Siento una bola de angustia en el estómago. Es el “trip” que se ha quedado bloqueado.” Mas tarde dirá que desde ese momento ve las imágenes del “trip”, oye canciones e insultos y tiene alucinaciones olfativas. Tiene miedo, incluso si actualmente ya no sabe de qué. Me parece que aquí podemos localizar un momento de desencadenamiento y cernir como la toma de LSD aparece para este sujeto como significación delirante de la causa y del origen de los extraños fenómenos que le invaden. No está loco, contra lo que se defiende, sino que es víctima de un mal viaje, de un “bad trip”, de un mal encuentro con la droga. Como sabemos, para la psiquiatría moderna del DSM-IV, el efecto biológico del consumo de drogas puede ser causa de la psicosis, como si la droga pudiera volver loco.
Desde aquel momento su “corazón sangra”. Así es como se presenta igualmente, y la única manera de reducir esa hemorragia es “estar colocado”. Estar colocado es su manera de ser en el mundo y su único remedio contra “la hemorragia del corazón”. Sin embargo, también habla de otra solución: encontrar una mujer, o más bien “el amor de una mujer”, que curaría su hemorragia y le permitiría dejar de tomar drogas. El problema, dice, es que “consumiendo no encontraré nunca una mujer y que sin mujer jamás conseguiré dejar de consumir”.
El construye su propia clasificación de estupefacientes. Hay dos grandes categorías. Los malos, la cocaína, el speed, las benzodiacepinas, el alcohol, la metadona y el LSD que le conducen a la muerte y al pasaje al acto. Aumentan su sufrimiento y presentifican un Otro que goza de él. Sin embargo, cuando no tiene otra cosa se ve obligado a tomarlos, puesto que lo que le empuja es ante todo el imperativo de “estar colocado”.
Por ejemplo, un día que no tiene suficiente dinero para comprar haschisch, bebe y toma medicamentos. Poco después es atropellado por un tren, o como él mismo dice “absorbido” por un tren, salvándose con graves fracturas y contusiones. “Es la prueba de que no debo dejar de fumar cannabís”, dirá después.
Las buenas drogas son las que le protegen de los fenómenos alucinatorios y disminuyen el miedo. Los opiáceos y el cannabís le alejan de las imágenes del trip o alejan las imágenes de él. Reducen su angustia. Ciertas drogas tienen entonces para este sujeto la función de velo o de defensa contra el goce del Otro. La acción real del producto le separa del Otro caprichoso que invade su cuerpo y le permite así hacer lazo con los otros y con el mundo en general. Le permite ser normal. Sin embargo estas buenas drogas pueden también convertirse en peligrosas e invadir su cuerpo con los efectos de dependencia, de tolerancia y de habituación.
Así es como intenta encontrar el buen producto y la buena dosis. Puesto que este velo que constituye la droga para él no está siempre bien reglado tampoco. Intenta encontrar la “molécula ideal” que no tenga efectos secundarios. En un primer momento pide remplazar la metadona por una receta de calmantes morfínicos y de cannabís, que tomará bajo control médico.
Después iniciará toda una serie de gestiones para “ser el primero al que prescriben cannabís en el marco de un tratamiento médico o de una experiencia de investigación universitaria”; lo que podría constituir para él un nuevo rasgo de identidad…
Este caso nos permite distinguir en este sujeto dos vertientes del consumo de drogas y de la toxicomanía.
La primera, la más comúnmente admitida es la del goce mortífero. El consumo de drogas presentifica para él un goce que viene del Otro y le invade. Las malas drogas despiertan en él fenómenos alucinatorios y le empujan al pasaje al acto y a la muerte. El las toma, recordémoslo, cuando no tiene otra cosa y porque tiene que estar colocado. Este “estar colocado” funciona como un imperativo. Cuando, tras su accidente, reflexiona sobre lo que pasó, dice que hay algo que le empuja a la muerte: su padre.
Estas malas drogas presentifican entonces lo que él mismo dice ser un imperativo paterno: “muérete”. La segunda vertiente es la del consumo de drogas como defensa. Por una parte la identidad de ser toxicómano e incurable le permite atribuir una significación a los fenómenos elementales y elaborar toda una serie de significaciones alrededor que funcionan como suplencia: una suplencia que le permite mantenerse a distancia de la omnipotencia del Otro y de intentar hacer lazo social. (Quisiera señalar aquí que no todos los llamados toxicómanos se presentan como tales, es decir que la toxicomanía no funciona siempre como una identidad como sostiene Hugo Freda. Hay sujetos que toman fuertes dosis de drogas sin considerarse toxicómanos. Por el contrario, hay sujetos que se consideran toxicómanos por el simple hecho de haber fumado un porro).
Vuelvo al caso. Al principio, del lado de lo real, la droga le permite separarse de la violencia de su padre. Es la primera función que él le asigna. Después, tras el desencadenamiento, el consumo de opiáceos y de cannabís le permite tratar el retorno de lo real; funcionan como un anestésico, como un neuroléptico que actúa directamente sobre los fundamentos biológicos del pensamiento. Podríamos decir que lo real de la intoxicación trata el retorno de lo real del sujeto Es un tratamiento de lo real por lo real. En este sentido Lacan escribe en 1946, “una cierta dosis de Edipo puede ser considerada como teniendo la misma eficacia humoral que la absorción de un medicamento desensibilizador”, puesto que el efecto real de la droga viene a suplir al desfallecimiento en lo simbólico de la función paterna. Para decirlo de otra manera, el objeto droga liga un exceso de goce no falicizado ahí donde la función paterna falta. En este caso, esta dimensión real de la droga se añade a la función de curación del delirio organizado alrededor de los nombres toxicómano e incurable. El montaje de la toxicomanía parece anudar para este sujeto los tres registros y asignarle un lugar en el mundo.
En la neurosis, el consumo de drogas funciona también como una solución. Es una solución que sutura la división subjetiva y restituye la unidad del sujeto. Muy frecuentemente, trata el síntoma y lo hacer callar cuando éste comienza a mostrarse y a hacer sufrir. En ello, impide la formación del síntoma analítico y su desciframiento, ya que generalmente el consumo de drogas en la neurosis no es un síntoma freudiano. Solo raramente constituye una formación de compromiso. Más bien es un plus de goce añadido del exterior que es admitido en la economía subjetiva.
Yo diría, para concluir, que no todos los sujetos pueden abandonar el consumo de drogas tan fácilmente como algunos lo desearían, y quizás, por otra parte, eso sería mas bien nefasto para ellos. El control del consumo es una política del amo pero no del psicoanálisis. En la psicosis, en tanto que secretarios del alienado, nos situamos del lado del sujeto como garantes de un “no” al goce del Otro. A veces tenemos la misma función que la toxicomanía y la droga: separar el sujeto de ese Otro caprichoso para que pueda advenir en el discurso. En la neurosis, de lo que se trata es del consentimiento del sujeto a interrogar su solución para conseguir transformarlo en síntoma analítico en la transferencia. En todo caso, el sujeto sólo renunciará a su solución si encuentra otro modo de hacer con el deseo del Otro y otra manera de situar su goce. Otro modo que podría pasar por la introducción de la transferencia en el lugar de la droga.
Post Scriptum: Poco después de la presentación de este trabajo recibí la triste noticia del fallecimiento de este paciente que tanto me enseñó y al que ya no veía desde hacia dos años. Murió en su cama al lado de una mujer, como él mismo había imaginado su mejor manera de morir. Este fallecimiento es sin duda un acontecimiento doloroso, pero por situarse en una larga serie, nos muestra una vez más una cierta relación, inquietante, entre la estabilización en la psicosis y la muerte o el suicidio.