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El psicoanalista confrontado al imperativo de la felicidad (preludio 2)
Asistimos desde hace años a una patologización, no ya sólo de los afectos, sino de la vida. La tristeza es considerada una anomalía, un déficit a erradicar lo más pronto posible, se hace insoportable la experiencia de pérdida, de decepción o de angustia, entre otras. No hay tiempo para el proceso de duelo, ni tolerancia para soportar la no inmediatez, ni reflexión de que hay malestares provinientes de responsabilidades no asumidas.
Se nombra como Síndrome cada pequeña circunstancia de la vida que puede ocasionar un sentimiento de pérdida o de fin: Síndrome del nido vacío, síndrome postvacacional y hasta el síndrome del domingo por la tarde. También se escucha hablar del síndrome del impostor para nombrar la experiencia íntima de insuficiencia. Y el síndrome de Peter Pan…
Buscando aumentar el listado, para definir bien el escenario absurdo en el que nos encontramos, me topé con el Síndrome Blade Ranner.
Santiago Navajas Gomez de Aranda, docente en la Universidad de Granada y autor de diversas publicaciones, en su libro El hombre tecnológico y el Ensayo Sindrome Blade Ranner, dice así en una breve cita que recorté:
La película de Ridley Scott nos muestra cómo vivimos bajo el síndrome Blade Ranner: hay un conjunto de síntomas socioculturales indicadores de que la especie humana está cambiando, transformándose en otra por la triple vía del Capitalismo económico, el liberalismo político y la ciencia tecnológica. Síntomas que nos hacen creer que estamos enfermos cuando en realidad no somos sino el resultado de un cambio tan radical como acelerado.
Síntomas que nos hacen creer que estamos enfermos… El sujeto lo cree a tenor del malestar que experimenta. Malestar que sin duda se retroalimenta a partir de los ideales y objetivos que se promueven desde lo social, camino que aumentará la sensación de insuficiencia. Son cursos, manuales y libros de autoayuda, técnicas para gestionar el malestar, fomento de la autoestima, vida sana, resiliencia… Ciertamente hay un empuje a alcanzar la felicidad, y más aún, como dice el título de la Jornada, un Imperativo a ser feliz. Sabemos dónde conducen los imperativos. Y el imperativo de ser feliz no es una excepción, es exigencia y voluntad de goce.
Freud nos habló, en Psicología de las masas y análisis del yo, del Ideal del Yo, en tanto representación perfecta de sí mismo. Es seguro que esta aspiración imaginaria siempre dejará un saldo de insatisfacción en el sujeto, pues nunca alcanzará dicha representación. ¿Qué hace el sujeto con esa imposibilidad para ajustarse a sus ideales, que son también los insuflados por su época?. Podría aceptar esa imposibilidad, y ciertamente sería la mejor opción para preservar su deseo. Pero para ello tendrá que resistirse al discurso de la época y al imperativo sin sujeto, que Lacan denominó imperativo de goce y Freud designó como superyó. El superyó como instancia que observa y vigila los pensamientos y conductas del sujeto comparándolo con sus ideales y exigiendo severamente que se cumpla lo que no puede ser cumplido. Cuanto más se adentre el sujeto en renuncias para lograrlo, más atrapado quedará en la ferocidad del imperativo a gozar.
Un camino de goce alimentado por el Ideal y el Imperativo que bloquea el acceso del sujeto al deseo. ¿Hasta dónde llegaremos?.
Hemos escuchado cómo se están revisando los cuentos infantiles populares para cambiar los contenidos de las historias y personajes más emblemáticos en una especie de adoctrinamiento aleccionador para suprimir todo rastro que suponga una deriva del idealismo de nuestra época.
Se cuestiona por ejemplo en la Bella Durmiente el beso del príncipe estando desmayada, que Blancanieves realice las tareas domésticas de los siete enanitos, que Cenicienta lleve zapatos de cristal o que el Príncipe convoque a todas las mujeres del reino para elegir esposa, como si de un objeto se tratase. Se quiere desmitificar el amor romántico y que el chico acompañe las decisiones de ella sin imponer, que la chica no quiera perder todo lo que es por su amado… Se revisa la avaricia del tío Gilito, el poder otorgado al dinero…
Se busca una sociedad más justa con ideales más nobles para hacer sujetos más felices, pero al tiempo se patologiza la vida. Es su efecto.
En unos días entrará en vigor la aplicación de un nuevo Baremo en España para valorar discapacidad avalado por el IMSERSO, un modelo social aprobado por la Convención Internacional sobre Derechos de personas con discapacidad de las Naciones Unidas, que contemplará incluir hasta los más pequeños inconvenientes de la vida, —a subrayar especialmente este aspecto que es el que me resulta inquietante al hilo del presente desarrollo—, y que junto a Cuestionarios de autoevaluación de las propias dificultades experimentadas, contarán para calcular el grado de discapacidad. ¿Toda la población resultará discapacitada?.
Cierto que también coexisten pequeñas gotas de lucidez, noticias de lo que parecería natural pero se presentan como descubrimientos: la defensa de las canciones tristes. Escuché argumentar que las canciones tristes gustan y ayudan a quienes experimentan tristeza, al saber que otros también se sintieron así, y que no están solos…El escritor estadounidense James Baldwin apreció que se disfruta de las canciones tristes porque «conmueven» profundamente: «Me di cuenta de que las cosas que más me atormentaban eran las mismas que me conectaban con todas las personas que estaban vivas, que alguna vez estuvieron vivas». De manera similar, sentir conmoción puede provenir de que de repente nos sintamos más cerca de otras personas, desencadenando sentimientos de comodidad y pertenencia.
Reflexiones que, a mi parecer, dan cuenta de un profundo sentimiento de soledad y aislamiento, y que nombra lo que muchos podrían compartir.
Sabemos por los medios del elevado y preocupante consumo en España de benzodiacepinas, uno de los países donde más se prescriben este tipo de psicofármacos. Lo novedoso a mi parecer fue que la noticia concluía advirtiendo de la necesidad de aceptar el malestar de la vida cotidiana. Más gotas de lucidez.
Desde luego que el psicoanálisis, como práctica que permite saber del inconsciente y de los síntomas, apuesta por alojar el malestar subjetivo, sin alienaciones a los ideales ni sometimiento a Imperativos, ofreciendo al sujeto la posibilidad de que encontrar sus propias respuestas, y lo más fundamental, encontrar su ser.