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El piano (Jane Campion, 1993)
Es una criatura extraña. No toca como nosotros.
I
Jane Campion, en estado de gracia, rueda una película en la selva de Nueva Zelanda, históricamente situada en 1852, momento en el que los colonos ingleses se instalaron en tierras maoríes. Desde allí uno de los colonos reclama a una mujer escocesa para casarse con ella y allí, en las costas de un mar embravecido, recalan madre e hija.
Toda su vida anterior queda esparcida en la playa de KareKare, incluido el piano que madre e hija comparten, al igual que comparten la voz, los gestos, las posturas del cuerpo y la cama.
Casi podríamos decir que la una es a la otra como la niña a la mujer. También podemos pensar que, de alguna manera, Flora es la niña que fue Ada.
Este piano, este objeto que queda abandonado en la playa, va a ser el verdadero protagonista de la película, pues la música que de él sale nos conducirá a lo largo de un viaje que realizamos con estos personajes llenos de pasiones ocultas y secretas, tras unas vestimentas que aprisionan sus cuerpos.
Un viaje de desvelamiento en el que irán cayendo también los valores y la moral puritana, a la que se aferraban, de diferente manera, el hombre y la mujer en este matrimonio que ha sido instituido como una transacción comercial. Ella por sometimiento a su padre, él desde el poder que le otorga ser el dueño de los bienes y de las tierras expropiadas.
Nos acompañó en este viaje la música, las bellísimas imágenes, los silencios, las miradas, la luz azul (que, en ocasiones, lo baña todo), el barro, la lluvia, el verde, conformando así un paisaje cinematográfico en estado puro.
Esta película –me atrevería a decir– es una película que toca el cuerpo, pues disfrutamos con la mirada cinematográfica que excede a la palabra.
Los personajes van siendo fundamentalmente retratados a partir de sus cuerpos: un cuerpo, el de Ada, que se abre tras el desvelamiento de toda su vestimenta (corsé, enaguas, miriñaque, moño y ceño apretado), y que puede gozar finalmente de las caricias que recibe de George; un cuerpo temeroso y tembloroso del marido; cuerpos maoríes que danzan, bailan y se frotan con los árboles; un cuerpo finalmente mutilado y sangrante que tendrá efectos en la vía del conocimiento de las pasiones y miedos que habitan en cada personaje, todos ellos, en principio, ciegos al deseo, a excepción de George. Ada por la terquedad de no salir de su encierro voluntario, la hija angelical por el odio, el padre adoptivo por los celos y, más tarde, por el odio hacia George.
Sin embargo, no pienso que la fuerza que tiene esta película radique en lo que se goza de la mirada y en el gozo de la escucha de la música. Pienso que la esencia que puede producir una cierta transformación en el espectador radica en que la película logra hablar desde un silencio, que tiene como efecto causar nuestro deseo.
Mi idea es que es ésta una película donde triunfa el deseo y su satisfacción, gracias al amor de un hombre.
La genialidad de la directora fue pensar en una protagonista que ha renunciado a hablar, pero que no ha renunciado a tener voz, como se pone en escena, tanto al principio como al final de la película, por medio del uso de la voz-over de Ada, lo que sería “su voz interior”.
De esta manera, con su película, la directora realiza un primer corte entre la sonoridad de la palabra y la lengua, que es con lo que esta mujer va a poder conectar finalmente con los que la rodean.
El silencio en el que entra a los 6 años es un testimonio de su disidencia, de su no someterse del todo a los imperativos de los hombres, a los imperativos culturales que pesaban sobre las mujeres en la sociedad puritana de la época. Preserva así, para ella, su pasión y su deseo, que pone en juego en su música.
La cineasta introduce también un segundo corte, al distinguir dos silencios: por un lado, el silencio de la protagonista, que habla con el piano; y, por otro lado, ese otro silencio donde nunca hubo sonido, el silencio de las profundidades marinas, lugar donde quedará anclado su piano finalmente. Es desde ese silencio Real que esta película nos conmueve rozando la marca que cada espectador porta con relación a su deseo.
II
Nada más llegar desde Glasgow, en medio de la fuerte marejada, su marido la priva de su piano, su bien más preciado.
Cuando al comienzo de la película, antes de adentrarse en la selva, vemos a Ada contemplar su piano varado en la playa podemos pensar, una vez vista la película entera, que es de esto, a fin de cuentas, de lo que se trata: tendrá que abandonar su piano, pero no por sacrificio sino por deseo.
Para esta proeza necesitará de “un hombre asalvajado” que le restituya el objeto arrebatado por “el hombre civilizado”, un hombre que le otorgue a su bien más preciado, el piano, una metáfora de deseo: teclas negras del piano por acceso a su cuerpo. Es desde ahí, desde la metáfora, que el piano podrá ser abandonado, pues ya no le interesa para su propio disfrute. El mundo cerrado, en el que se había refugiado con su hija y su música, estallará en mil pedazos, no sin consecuencias para ella misma y los que la rodean.
Ada, nuestra protagonista, se va a encontrar, a su llegada a un mundo nuevo, con dos hombres que ya dieron diferentes respuestas a este encuentro que ellos tuvieron entre la cultura que traen y la que se encuentran. Su marido mantiene en tierra extraña las posiciones morales de una cultura británica puritana e hipócrita. Se colocó del lado de la comunidad que piensa que los habitantes de aquellas tierras que colonizan son unos salvajes ignorantes y amorales. Superioridad moral que oculta sus auténticas intenciones: robarles sus posesiones, las tierras donde yacen sus muertos. George, por el contrario se hace amigo de los maoríes y se mantiene alejado de la colonia de granjeros, por lo que es despreciado.
Desde el primer momento Stewart se decepciona con esa mujer que viene allende los mares. Se ciega por las apariencias. Piensa que es pequeña y frágil y desconfía de ella por si, además de muda, pudiera tener “el cerebro afectado”. Coloca a su mujer como objeto de intercambio entre las tierras que ambiciona y un piano del que la despoja obligándola, además, a que ella tenga que permitir tocarlo a un ignorante y paleto George Baines.
Mujer y marido participarán de ese intercambio económico: tierras por piano, él; caricias por piano, ella. Por el beneficio que persiguen ambos están ofuscados y no pueden vislumbrar la posición de George al que no le importan ni las tierras ni el piano sino esa mujer que toca en la playa (sonriendo por primera vez) junto a su acrobática hija, que canta y baila.
Durante un día entero, hasta el anochecer, llenaron la playa de luz, de conchas y caracolas y de símbolos misteriosos. Desde ese momento surge su deseo hacia Ada y, durante una serie de cinco clases, intentará despertar el suyo, pero desiste ante la resistencia de ella. No advierte que ya le ha robado el corazón, aunque ella tampoco lo sepa todavía.
Si antes os decía que, leyendo desde el final, sabemos que Ada va a separarse de su piano para poder desear a un hombre, esto mismo está escrito cinematográficamente en el núcleo estructural del filme, que gira alrededor del único fundido a negro de la película.
Este núcleo se ubica en el momento en que Ada recupera su piano, pero comprueba que éste ya no tiene el mismo valor para ella. No lo quiere tocar para su marido, sale de la casa familiar, la presencia del piano la sobrecoge, le hace signo del deseo que siente hacia George, al igual que antes se lo hizo a él.
Tras el fundido a negro, que marca el momento estructurante en el que el texto fílmico se pliega, hay un travelling de aproximación al moño de Ada, travelling que, a su vez, se encadena con un plano aéreo de la selva.
Se desplegará así, en esta segunda parte de la película, el impacto de otro protagonista fundamental: la selva. Esta jungla será lo que permita el viaje que Ada efectúa desde ese moño apretado, símbolo de los valores de la cultura represiva y puritana de la época Victoriana, hasta el triunfo de la satisfacción del deseo sobre el sacrificio moral.
Es en el seno de esa selva, que la cámara nos muestra exuberante y difícil de domeñar, donde tiene lugar ese real del goce sexual que estalla entre George y Ada. De una u otra manera, todos experimentan este goce sexual. Los dos encuentros sexuales entre George y Ada serán espiados, primero por Flora y, más tarde, por el marido de Ada. Y, efectivamente, va a ser este goce sexual lo que despierta a los 4 personajes, lo que va a permitir un cambio en sus posiciones y una transformación de las relaciones entre ellos.
Flora descubre que su madre la excluye de su relación con George y por ello la odiará. Quiere herirla para curarla después, como hizo con el perro. Por ello cambia su camino para llevar a Stewart el mensaje de amor, escrito a fuego en una de las teclas del piano, en lugar de llevárselo a George. Stewart desea violentamente a su mujer a causa de los celos.
Entiende por fin la metáfora de George “piano/Ada” y se la apropia, como hace con las tierras: un dedo por cada visita que vuelva a hacer a su amante. Querrá poseerla una vez que “le ha cortado las alas” pero descubre la verdad de su impotencia: no puede mirarla a los ojos.
Descubre que, tras las apariencias, su mujer, lejos de ser una endeble como pensó en un principio, posee una fuerza deseante sin igual. Ahora sí, ya puede escuchar “la voz” del deseo de Ada: “déjame ir con George”. Y, de paso, el suyo propio: quiere que todo acabe y que, al despertarse, pueda pensar que todo ha sido un sueño.
Ada saldrá de la casa con el pelo suelto para iniciar su viaje de vuelta.
El piano vuelve con ellos a riesgo de que la canoa pueda volcar. George piensa que el piano sigue siendo importante para ella, pero no es así, ella ya no lo quiere. Quiere tirarlo por la borda pero, en el último momento, no logra desatarse de él. El piano, objeto metonímico de un cierto goce narcisista que hay que dejar caer, la arrastra hasta el fondo del mar.
Sin embargo, ahora, bajo “el profundo, profundo, mar”, elige desprenderse de él, elige respirar: ¡Qué suerte, qué sorpresa! ¿mi voluntad ha elegido la vida?