Publicado el 05/07/2018

El mineral insensato se ha puesto a cantar

Ahora me toca a mí hacerle confidencias. Me he condenado, es cierto.
No puedo soportar hablar sin saber lo que digo.
Extraño lenguaje. Se diría, oyéndole, que ya es usted otro hombre.

Maurice Blanchot

                                                                   
Realmente, no entiendo nada.
No entienda: oiga. Otros entenderán.

Fernando Pessoa

                               
…un ojo
desparejo y cerrado
poniendo pestañas a lo tardío que cayó,
sin ser la tarde.

Paul Celan

En el principio del psicoanálisis, es decir, en Freud, la interpretación está ligada a los sueños. El sueño es ya una interpretación del deseo, trabajo que se realiza en el escenario del inconsciente sin que el diablo inoportuno de la conciencia meta la cola. Desde el inicio, Freud insiste en resaltar las analogías entre el lenguaje del sueño y el de la poesía. Habla incluso de la remodelación lingüística del sueño como sucede en el trabajo del poeta.

¿De qué se trata el trabajo del poeta? Según parece, aquellas indicaciones de Lacan en el Escrito La dirección de la cura…, han generado entre los psicoanalistas cierta inercia a pensar y trabajar su lugar en relación con la regurgitada metáfora del bridge. Parece que resulta más sencillo pensar el lugar del analista como aquel muerto bien resguardado que devolverlo a las vicisitudes de la vida de la clínica como poeta.

Sabemos que la interpretación es nuestra herramienta de trabajo, esencial, decisiva en la dirección de la cura. Me pregunto cuán sintomático resulta para nuestra clínica el olvido sistemático de aquella insistencia freudiana, el rechazo simbólico que vomita en lo real un psicoanálisis salvaje de interpretaciones banales que obturan el análisis posible y lo vuelven –a pura negligencia o sordera– interminable reforzador de sentidos. Habríamos retrocedido mucho si tuviésemos que volver sobre aquello que distingue al psicoanálisis de la psicología, de sus sentidos comunes.

Volvamos a la poesía.

Lacan se refiere a la poesía china, a cierta modulación del lenguaje que lo vuelve canto. El poeta chino François Cheng describe ese contrapunto tónico que desliza la tonalidad hacia la modulación (algo canturrea). El Shi-jing, Canon de los Poemas, es una recopilación de cantos compuesta en el primer milenio antes de Cristo que inaugura la literatura china: un canto –sitúa Cheng– ininterrumpido durante más de tres mil años, íntimamente ligado a la danza sagrada y a los trabajos del campo regidos por el ritmo de las estaciones. La historia de este canto marcó profundamente la escritura poética china generando un lenguaje de originalidad desconocida para occidente. La poesía de la dinastía Tang (algo así como la edad de oro de la poesía clásica china) es –dice Cheng– canto escrito y escritura cantada: «La palabra estalló y rebasó por doquier su acto de “significancia”». Quienes emprenden la misión imposible de traducir uno de los mentados poemas chinos o un haiku japonés se ven obligados a desgajarse en explicaciones porque nuestro lenguaje clasificatorio se vuelve un adefesio amputado: ningún término le hace justicia a eso que canta –móvil, rítmico como en la danza–. Allí donde oriente deja cantar al ritmo y sus silencios, occidente emparcha, empacha con exceso de palabra: imposible traducir a nuestra lengua ciertas palabras estacionales propias de la lengua japonesa –mucho más afín a los ciclos de la naturaleza, al menos en otro tiempo, que la nuestra–, u otros términos que condensan o metaforizan una gran variedad de elementos. El haiku traducido debilita la fuerza de algunos términos que en la lengua japonesa irradian –estallan– un sentido que es también agujero. En la poesía del hakuísta Taneda Santôka encontramos varias veces la palabra shimijimi. Este término japonés comunica la impresión de algo que fue sentido con profunda intimidad, pero también es un adverbio que procede de una sensación cutánea, es decir, que se asocia al sentido del tacto. Allí se declaran en quiebra de recursos los traductores, quienes no llegan a transmitir la rotunda belleza que emana de aquellos cantos.

El lenguaje de la poesía nos desnuda, nos vuelve enigmático el paisaje que creemos conocer, desarticula nuestras torpes medidas tranquilizadoras –tan afines a las dosis de las farmacias–. Por supuesto, el sujeto no puede vivir en el vacío, pero el analista no se desentiende de su lugar en ese breve lapso donde trabaja: «Tenéis que ser como un barco al que siempre debe faltarle el puerto, pero que dispone de un timón». Como siempre sucede, la literatura –Blanchot en este caso– nombra mejor lo que la ciencia se desgaja en explicar.

Lacan retoma la insistencia freudiana para indicar:

«¿Estar eventualmente inspirado por algo del orden de la poesía para intervenir en tanto que psicoanalista? Esto es precisamente eso hacia1 lo cual es necesario orientarlos (…) La metáfora, la metonimia, no tienen alcance para la interpretación sino en tanto que son capaces de hacer función de otra cosa (…) Es en tanto que una interpretación justa extingue un síntoma que la verdad se especifica por ser poética.»2

Insiste, a su vez, en resaltar que no es por la vía de la lógica articulada que el psicoanalista siente (el término es de Lacan) el alcance de su decir, aunque incluso él mismo a veces lo haga por no ser lo suficientemente poeta. Trágica verdad.

Winnicott ha sido más generoso que Lacan: sabemos lo que es una madre suficientemente buena, aunque nada de un analista suficientemente poeta.

El poeta es un cultivador de grietas –supo señalar Juarroz–. Si el trabajo del poeta es aquella «remodelación lingüística» que permite fracturar la realidad aparente, o esperar a que se quiebre para captar lo que se encuentra más allá del simulacro (el de la neurosis por ejemplo): ¿no es acaso por el trabajo de la poesía que esa verdad, siempre a medio decir, permite la creación de otra escena menos cómoda que la del sentido? ¿No tiene la interpretación psicoanalítica el mismo estatuto que Rilke le dio a la poesía en términos de necesidad? Una poesía innecesaria, como una interpretación innecesaria, no son lo uno ni lo otro. Es escudo de sentido que defiende de la soledad creadora, tanto en el análisis como en la literatura. Una obra de arte es buena cuando nace de la necesidad. En ese aspecto, el analista suficientemente poeta, cuando interpreta, está obligado al arte (hay una ética del deseo que obliga). Caso contrario –y existe más de uno victimizado por la tiranía teórica del master y la supervisión– bien puede dedicarse a la filosofía o, más tristemente, a la psicología.

La diferencia que existe entre la calculada corrección de la casuística y el recorrido de un análisis de principio a fin, es la misma que se revela en las posiciones adquiridas de algunos infames naturales, que van dosificando con zanahorias de diversos colores al rebaño fóbico que suele acompañarlos; pero puestos a leer o escribir, al igual que la angustia, no engañan.

Sucede que no hay acceso al arte en los «espíritus domesticados para buscar la conformidad». Mal asunto si el analista se deja seducir en nombre propio (o de su propio bolsillo) por aquella lógica de sopa y argumento de albóndiga que guisa la transferencia hasta hacerla papilla: a veces, tal conformidad se manifiesta en análisis interminables, muy bien pagos. Ahí, la interpretación engorda los sentidos y el estrago se asegura una cómoda perpetuidad.  Es necesario decirlo: allí no hay psicoanálisis, ni trabajo de interpretación, ni poesía.

La poesía, señala Lacan, es efecto de sentido pero también agujero de sentido. El mismo efecto pretende la interpretación analítica como corte: un sentido se ha fugado, se revela caído, hundido en la grieta que el analista –como el poeta– ha cultivado por el trabajo de la interpretación. Ese corte, dice Lacan, es el modo más eficaz de la intervención y la interpretación psicoanalítica.

Leamos, mejor, la voz del poeta Louis Aragon3, que florece lo antedicho sin engordarlo de exégesis:

                                                                   
Acerca de una palabra que perdió todo sentido tras
demoler la cárcel

¿Cuál es el alcance de tal posición? Hay allí una dimensión ética que orienta la praxis. Dice Lacan en Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis:

«¿Pues que receta os guiaría en una técnica que se compone de la una y saca sus efectos de la otra, si no reconocieseis el campo y la función del uno y del otro?

»La experiencia psicoanalítica ha vuelto a encontrar en el hombre el imperativo del verbo como la ley que lo ha formado a su imagen. Maneja la función poética del lenguaje para dar a su deseo su mediación simbólica. Que os haga comprender por fin que es en el don de la palabra donde reside toda la realidad de sus efectos; pues es por la vía de ese don por donde toda realidad ha llegado al hombre y por su acto continuado como él la mantiene.»

En el seminario El deseo y su interpretación Lacan se pregunta por la función del deseo en la poesía. Leamos la siguiente cita con el horizonte que nos convoca:

«…la situación del deseo está profundamente marcada, unida a una cierta función del lenguaje, a una cierta relación del sujeto al significante, la experiencia analítica nos llevará bastante lejos en esta exploración por la que nos encontramos siempre para ayudarnos, quizá por la evocación propiamente poética que de esto puede haber, y además a comprender más profundamente hasta el final la naturaleza de la creación poética en sus relaciones con el deseo.

» (…) las dificultades en el fondo mismo del juego de ocultación que verán en el fondo de lo que nos descubrirá nuestra experiencia, aparece ya en la poesía, de cómo la relación poética con el deseo se acomoda mal en la pintura de su objeto.”

Fue Freud quien subrayó –en el séptimo capítulo de La interpretación de los sueños– como advertencia para el analista, que todo lo que perturba la prosecución del trabajo analítico, si no es azar, es resistencia.

Tanto la poesía como el psicoanálisis son fuente de infinita resistencia. En ambos sentidos. Sólo por este raro acierto ambos existen en los márgenes de la cinta transportadora.

Es preciso desembrutecer de sentido a la interpretación psicoanalítica, extraerle el peso infame de las marcas que vuelven producto a la práctica clínica y, por ende, extingue los cimientos de la ética en que ella se sostiene y recrea.

Puesto que la tradición freudiana es letra, por esa mira en la singularidad que excluye cualquier fórmula (exactamente como en poesía), es preciso que como psicoanalistas nos orientemos con el timón que la poesía nos ofrece.

Paul Valéry, en su texto Necesidad de la poesía4, llama la atención sobre el fenómeno de degradación de la creación verbal; signo de una época que mientras va perdiendo palabras (como fue perdiendo oficios), muertas junto a las leyendas que aquellas sostenían, adopta sin concesiones los significantes de la invasión técnica. La metáfora constreñida en los ejes del engranaje. Nada más lejano al trabajo del analista suficientemente poeta, flotando atento en ese discurso donde oye sin entender aquellas palabras privilegiadas, neológicas para el sentido con el que se visten. Ningún procesador de texto aceptaría macular sus blancos con las inscripciones de nuestra clínica.

En los escritos tempranos de Freud sobre interpretación aparece nombrada siempre de la misma manera la labor que atañe al analista. Freud dice «arte interpretativa». Lo dice en 1911 en El uso de los sueños en la interpretación psicoanalítica, reitera la misma expresión en Recordar, repetir, reelaborar, texto de 1912. Seguramente la lista continúa, aunque el hastío de enumerar interrumpa la serie.

En el espinoso terreno de las artes, el vituperio ciego se dirige –como en poesía– también contra la danza; reducida a espectáculo, esclavizada al ejercicio, subyugada por el entretenimiento del ojo que mira o del cuerpo que a ella se entrega. Lejos, bien lejos de los cendales que la ocultan, la danza como arte es asunto serio y ofrece elementos de interés para nuestro trabajo: vuelvo sobre otra apreciación de Valéry en cuanto a las relaciones entre la danza y el sueño: «Ese cuerpo danzante (…) se diría que sólo se escucha a sí mismo». «La bailarina (…) teje con sus pasos, construye con sus gestos.» Luego se pregunta cómo concluye la danza y agrega: «Cesa como cesa un sueño (…) no por la consumación de una empresa, puesto que no hay empresa, sino por el agotamiento de otra cosa que no está en ella». Podríamos recordar aquí los versos de Aragon antes citados o perdernos en la evocación de otros de Celan:

Una palabra que me rehuyó

cuando el labio me sangraba de hablar

La danza, cuando de arte se trata –siguiendo a Valéry– resulta una acción que se deduce, luego se separa de la acción ordinaria, útil y práctica y finalmente se opone a ella. Exactamente como la poesía, que parte del lenguaje para separarse de sus sentidos comunes y oponerse a él, para crear sus propias leyes.

La poesía es a la danza como la prosa a la marcha, dice Valéry retomando una comparación hecha por Malherbe5: los mismos miembros, los mismos músculos, huesos, órganos… que en la marcha se dirigen hacia un fin práctico, imprimiéndole una dirección, una velocidad, un término. En la danza, en cambio, no se va a ninguna parte que no sea un estado absolutamente diverso de cualquier fin práctico, que sólo implica a ese cuerpo (o a esa voz).

Bello desafío volver sobre aquellas palabras freudianas: arte interpretativa.

Resulta inquietante y profundamente clínico en nuestra época lo que Freud deja deslizar en Moisés y la religión monoteísta: «cuanto más vaga se haya vuelto la tradición, más utilizable será para el poeta». Es otra de las indicaciones técnicas que el maestro no dejaba de hacernos desde sus tempranos consejos al médico, con la escucha y el cuerpo siempre atentos a la transferencia. Imposible desatender a esas coordenadas, pues de amor se trata.

Al parecer, ese y no otro afecto unió tanto a Freud como a Benjamin con Goethe. Freud dio testimonio de haber encontrado su vocación médica durante la lectura pública de un poema de Goethe, el Himno a la naturaleza. Benjamin lo sueña hasta en la letra de otros poetas, visita su casa en sueños, lo sienta a la mesa con su familia (para sentarse él a su derecha). Aquel sueño de la comida familiar transcripto por Benjamin concluye así: «cuando acabó la comida, Goethe se levantó haciendo un esfuerzo, y entonces, con un gesto, me ofrecí para sostenerle. Cuando rocé su codo, me eché a llorar de emoción».

Para concluir, propongo la lectura de otro sueño de Benjamin como si se tratase del relato de un paciente (permítasenos tal juego, pues de escritura se trata y porque Benjamin, con la generosidad del lado de Winnicott, nos aporta, además, sus asociaciones),  desde la siguiente cita de Lacan:

«¿A quién descubre el sueño su sentido antes de que venga el analista? Este sentido preexiste a su lectura como a la ciencia de su desciframiento.

»Una y otra demuestran que el sueño está hecho para el reconocimiento… pero nuestra voz desfallece antes de concluir: del deseo. Porque el deseo, si Freud dice la verdad del inconsciente y si el análisis es necesario, no se capta sino en la interpretación.»6

El señor B. relata: «Sueño que camino con Roethe –el nuevo Privatdozent– en conversación propia de colegas por las salas espaciosas de un museo del que él es director. Mientras conversa con un empleado en un aparte, me acerco a una vitrina. En ella, entre otras cosas, se ven objetos dispersos, metálicos o esmaltados, que reflejan la luz muy tenuemente, junto al busto de una mujer no muy diferente de la llamada Flora de Leonardo, del Museo de Berlín. La boca de esta cabeza de oro se ve abierta, y sobre los dientes inferiores hay adornos que en parte le cuelgan de la boca, separados por distancias exactamente medidas. No tuve duda alguna de que era un reloj.»7

Además, el paciente –alemán–, asocia: la vergüenza-Roethe; Morgenstunde hat Gold im Munde que literalmente se traduce «La hora temprana trae oro en la boca» y que es análogo a nuestro «Al que madruga, Dios lo ayuda».

Y luego: «La tête, avec l’amas de sa crinière sombre / et de ses bijoux précieux / sur la table denuit, comme une  renoncule, / repose», que son versos de un poema de Baudelaire (Une martyre) y que Luis Martínez de Merlo traduce así: «Con el montón sombrío de su pelo y sus joyas / tan apreciadas, la cabeza / cual ranúnculo, encima de la mesa de noche / reposa.»

Sucumbo ante la belleza.

Notas

1 Nota del traductor: vers es “hacia” pero también “verso”.

2 Jacques Lacan, Seminario 24, Clase 11. Hacia un significante nuevo. Inédito.

3 Louis Aragon, Habitaciones. Poema del tiempo que no pasa. Traducción y prólogo de Gabriel Albiac. Ediciones Hiperión, Madrid, 2009.

4 En Teoría poética y estética,  Traducción de Carmen Santos. Editorial Antonio Machado, Madrid, 2009.

5 Racan, discípulo de Malherbe, dice en una carta: «Malherbe comparaba la prosa al andar ordinario y la poesía a la danza, y decía que debemos tolerar alguna negligencia a las cosas que nos vemos obligados a hacer pero que es ridículo el ser mediocres en las que hacemos por vanidad. Los cojos y los gotosos no pueden dejar de andar, pero nada les obliga a bailar el vals o los cinco pasos». Podemos intuir que, en estos términos, si se trata del arte de interpretar, el analista no puede cojear ni marchar.

6 La dirección de la cura y los principios de su poder, en Escritos 2, Siglo XXI Editores, Argentina, 1987.

7 Walter Benjamin, Sueños. Abada Editores, Madrid, 2011.