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El inconsciente: un postulado subversivo
Son ya más de 100 años de psicoanálisis desde que a finales del s. XIX, la paciente de Freud Bertha Pappenheim, conocida como Anna O., llamó al método catártico por sugestión hipnótica que Freud aprendió de Breuer, chymney cure o talking cure, es decir, un barrido o cura mediante la palabra.
Los vientos no soplaban a favor de Freud. Tuvo que separarse de los psiquiatras y neurólogos importantes de la época para poder seguir hacia adelante con su teorización, y con ello renunciar a un horizonte de éxito profesional como neurólogo y profesor universitario. El éxito le vendría por otro lado. También Lacan pagaría años después el precio de la separación de la IPA para poder seguir con su enseñanza que suponía ir un paso más allá de Freud, y que le valió su “excomunión” como él la nombró.
La hipótesis en la cual se sustenta todo el corpus teórico de Freud es la del inconsciente. Ya en sus Historiales Clínicos (1895), plantea una “inteligencia inconsciente”. Pero el término que empieza a utilizar es unbewusst, lo inconsciente, o lo no sabido. Es inexplicable que haya pasado al saber popular como subconsciente, pues el prefijo “sub” indica estar por debajo de, o ser inferior a, cosa que en nada coincide con el concepto de ICS.
Freud no se situó en el mismo campo que la psiquiatría, ya que planteaba que hay una responsabilidad subjetiva respecto de los síntomas que se padecen, y que a la hora de situar la causalidad de los mismos, es imprescindible su historización. Diferencia que sigue aún vigente, pues la psiquiatría se ha escorado hacia el biologicismo, dejando de lado una causalidad subjetiva, y con ello la importancia de la palabra.
Para el filósofo Alain Badiou, un acontecimiento es un hecho importante que conlleva una ruptura, una brecha respecto a un campo del saber que provoca la emergencia de una verdad no considerada hasta entonces en dicho campo. Implica también una subversión en cuanto a las creencias.
El descubrimiento del inconsciente supuso un corte epistemológico que dio lugar a un nuevo discurso: el discurso del analista. Será Lacan quien lo nombre así. No es que antes de Freud no existiera la idea del inconsciente, sino que éste era considerado de otra manera. La concepción del inconsciente de Freud es totalmente novedosa, pues plantea que en el inconsciente, algo es hablado, y funciona de una manera tan elaborada como a nivel consciente. La influencia de dicho postulado, se extiende a la filosofía, antropología, sociología, psiquiatría, y al mundo del arte. En una entrevista que le hicieron a Freud, decía que “Se trata de conocer las causas reales de nuestros conflictos, pero también las de los conflictos entre comunidades y pueblos”.
Así pues, marca un antes y un después. Por todo ello podemos hablar de Freud como un acontecimiento en la cultura, donde lo subversivo es que hay un pensamiento inconsciente, que es un saber. De manera que, más que pensar, somos pensados.
El descubrimiento del ICS no solo es un gran paso del hombre, sino también un gran salto para la humanidad.
Se trata pues de un saber que no se sabe, que está articulado, pero además es un saber que no tiene sujeto. No hay un yo que pueda decir que piensa esos pensamientos ICS.
Todo eso implica una subversión en la propia función del saber, y eso es algo que no se acepta fácilmente. Menos aún en los tiempos actuales donde no se apela al ICS, y el Otro en tanto que mediación simbólica, está más bien ausente. El mismo Freud decía que era una de las heridas narcisistas para el hombre.
Es algo complejo pero a la vez, es bien palpable en la clínica, pues cuando un sujeto sufre de algún síntoma, está implicado en ello, aunque no lo sepa, por eso va a ver a un analista, a quien le supondrá un saber acerca de sus causas. En el análisis se trata de la relación de la verdad íntima con el saber ICS, lo cual implica una relación con la palabra.
La relación con la palabra que es básicamente lo que diferencia a ese animal que es el humano, implica una pérdida radical que justamente es la que da origen al sujeto. Dicha pérdida le aleja inexorablemente del objeto al que aspira, y hace que esté descentrado de sí mismo, dividido, de ahí la herida narcisista de la que hablaba Freud. Las aspiraciones de complementariedad con el objeto amado fracasan, puesto que es imposible la armonización entre los sexos. Es lo que en psicoanálisis llamamos castración, lo cual implica también que amor, deseo y goce, no vayan necesariamente juntos.
Sobre la base del postulado fundamental del ICS alrededor de la causalidad psíquica de los síntomas, Freud inventa el psicoanálisis como una nueva terapéutica.
A la subversión de que existe un pensamiento ICS, se añadirá la subversión del descubrimiento freudiano de la pulsión de muerte, esto es, el hecho de que en serhablante no rige solamente el principio de placer que velaría por nuestra homeostasis, sino que además existe un más allá de ese principio que hace que el humano actúe sin saberlo en un sentido contrario a dicho principio de placer. Pulsión de muerte que constituye el hardcore de los síntomas, su núcleo opaco. Es aquello que va a obstaculizar la resolución de los síntomas. Freud ya había constatado que a pesar del levantamiento de la represión, había algo que se resistía a la curación en los analizantes. Algo que se manifestaba como una repetición funesta. Es lo que los analizantes a menudo nombran como “algo masoca” cuando se topan con la repetición de lo que les hace sufrir.
Esto es lo que Lacan llamará el campo del goce como aquello que caracteriza al psicoanálisis, y que lo diferencia radicalmente del campo de las demás terapias. En los síntomas hay un goce que no tiene en cuenta al sujeto. Algo es gozado a pesar de él en cada síntoma, y esto a menudo es nombrado como un parásito, un alien.
Lacan plantea un hermanamiento paradójico entre verdad y goce en los síntomas. La verdad quiere poder decir el goce, pero se topa con la imposibilidad de la palabra para decirlo. Solo puede decirlo a medias. Siempre va a haber un excedente que queda inatrapable, imposible. A eso lo nombró como lo Real, y de éste acabó diciendo que es el misterio del cuerpo que habla, el misterio del inconsciente.
Ese goce que va más allá del principio del placer, no solo se manifiesta en aquello que resiste a poder ser dicho en los síntomas para curarse, sino también en otros escenarios. Por ejemplo, hace meses salió en la prensa la noticia de que hay adolescentes que juegan al “juego de la muerte”, que consiste en presionar el cuello hasta producir la pérdida de conciencia. Se trata aquí de estar dispuesto a morir con tal de tener una experiencia única, separada de todo ideal personal o comunitario. Una búsqueda directa de la frontera entre la vida y la muerte. Como si el verse cercano a la muerte les diera un plus de sentido a la vida que se vive. ¿Pero qué vida es esa? Nos podríamos preguntar en estos tiempos del DC.
La vacuidad de la palabra hoy en día, la reducción de su peso, y su inconsistencia que hace que se pueda decir una cosa y la contraria, dan lugar a lo que ha venido a nombrarse como posverdad, que no es sino un sinónimo de la mentira. A eso hay que añadir la externalización de las responsabilidades en cuanto a cualquier cosa. Todo ello ocasiona que el valor de la palabra esté devaluado, y que el sujeto no se sienta concernido ni responsable de lo que le ocurre.
Si bien la hipótesis del inconsciente sigue siendo tan subversiva como cuando Freud la lanzó, así como el efecto de sorpresa y conmoción cuando se constata su existencia, nos podemos preguntar si en la actualidad se dan las condiciones propicias para que surja una X respecto a la causa de los síntomas que presentan los sujetos.
Hay múltiples factores que lo obstaculizan: por una parte el hecho de que a menudo las consultas que nos llegan son desde la urgencia de la angustia que exige ser aliviada inmediatamente, prisa que impide poderse plantear ninguna pregunta. Por otra parte, para que ésta pueda surgir, ha de haber cierto silencio, vacío, que no se dan en una sociedad sumergida en el ruido y la oferta de objetos como estímulos que dificultan la experiencia de la falta, a partir de la cual podría emerger con suerte, una pregunta.
Es inevitable resaltar las enormes consecuencias que tiene la injerencia de la farmacología en la vida psíquica, ofreciendo bálsamos de fierabrás para cualquier sufrimiento psíquico: miedo, tristeza, fobias, ataques de pánico, angustia, anorgasmia, impotencia, la llamada hiperactividad, déficit de atención, etc. Una gragea apropiada para cada uno de los llamados “trastornos” clasificados en los sucesivos manuales de los desórdenes mentales o DSM.
En cuanto a la clínica nos podemos preguntar si todos los cambios asociados al nuevo tipo de capitalismo, generan maneras diferentes de responder de los sujetos, nuevas subjetividades, y en consecuencia, nuevas modalidades sintomáticas. Los síntomas que manifestaban las histéricas de la época de Freud eran una objeción al Amo del saber médico, denunciando con ellos la insuficiencia, impotencia, e incompletud de dicho saber para dar cuenta del padecimiento de sus síntomas, y a la vez eran una reivindicación de que su cuerpo fuera considerado como algo diferente a un mero organismo. Ellas fueron las que mostraron y enseñaron a Freud que el cuerpo es hablante a la vez que encierra un misterio.
Por el contrario, en la actualidad observamos cómo muchos de los síntomas, más que denuncia u objeción al Amo del saber, son una consecuencia de una alienación ignorada del sujeto a los diferentes modos de producción capitalista que se introducen en todos los ámbitos de la vida. Esto es, una alienación al superyó glotón capitalista.
No se observa en ellos el carácter de denuncia u objeción a lo que del Otro, o en el Otro no marcha, sino más bien los efectos de estrago de aquello que en el Discurso capitalista no tiene lugar, por ejemplo, las cosas del amor. O bien muestran los efectos de la ausencia de-subjetivación que implica la búsqueda insaciable de goces que dejan de lado el deseo, y que apuntan de manera directa, y sin rodeos, sin el juego de los semblantes, al corazón del goce. La ecuación engañosa es: a más experiencias de goce, más ser.
Pero realmente, lo que se experimenta en la repetición de esas búsquedas insaciables es que el ser que se esperaba encontrar, es un ser de desecho que puede aniquilar al sujeto. Por ejemplo, en los sujetos histéricos se observa una búsqueda inconsciente del ser vía el amor, pero mediante el circuito del goce. Es decir, esperan obtener amor vía el goce, y al no encontrarlo, aparecen entre otras cosas caídas depresivas importantes. En el sujeto obsesivo encontramos por ejemplo descarrilamientos fálicos por prácticas sexuales sin freno, y sin un encuentro verdadero con un otro en el juego del deseo.
Quizás alguien piense que éstas son las malas noticias del psicoanálisis, pero lo que se constata en los análisis a medida que éstos avanzan, es que la advertencia de los imposibles hace la vida más vivible. Se obtiene con ello una ganancia de satisfacción que le puede permitir al sujeto, jugando con el slogan publicitario tan conocido: “no ser tonto”. La tontería consiste en creerse el engaño de la astucia del DC en el que estamos inmersos, y que consiste en la añagaza de conseguir la felicidad a través del consumo de objetos, sean estos lo que sean. A más engaño, más desvarío. A menos engaño, más orientación.
Cada vez más, los sujetos llaman a la puerta del psicoanalista, a menudo rebotados de otras experiencias terapéuticas que han sido fallidas. Es nuestra responsabilidad estar a la altura de responder a los desafíos que nos suponen las nuevas modalidades sintomáticas, y con ello continuar en el filo cortante de la subversión para que el psicoanálisis no desaparezca, o no se desvirtúe.
El psicoanálisis es una vía para salir del desvarío subjetivo. Bajo los adoquines de los síntomas no se encuentra la playa, pero sí la posibilidad de vivir de otra manera más desahogada del peso del sufrimiento, y menos engañados con los propios fantasmas que siempre sueñan con lo imposible.