Publicado el 15/06/2017

Duelo, película de Fran Torres (2016)

Duelo es una película pausada, bien contada, llena de silencios y de miradas, de comida y de bebida, de pequeños detalles de largo alcance que van puntuando la progresión del relato a medida que pasa el día en el que transcurre la historia.

Os propongo tomar esta soberbia película, dirigida por Fran Torres, amigo de muchos de nosotros aquí presentes, como un mito y, por ello, como un relato que no es sin relación con una cierta verdad subjetiva con la que nos topamos los humanos, y también con una pregunta difícil de contestar a la que, no obstante, esta película si lo hace: ¿Qué es un padre?: Un padre muerto, nos responde.

Un mito, decía, que apunta a una verdad creacionista en la que un orden nuevo va a venir a sustituir a otro que se ha hecho ya caduco, como escribe Eva Parrondo en su artículo sobre La Diligencia de John Ford, a propósito del Western, género al que bien podría pertenecer esta película.

Así, desde mi punto de vista, esta historia puede leerse tanto desde una lógica particular (relación padre e hijo), ya lo hemos dicho, como desde una lógica colectiva, al incidir también en el interrogante sobre la cuestión de la virilidad en un mundo en el que el orden simbólico, establecido antaño en base a una sociedad patriarcal, está en entredicho. Lejos de proponer consecuencias catastróficas, esta película nos saca a campo abierto, nos libra de la sombra que precede al caminante en un comienzo y nos libera del peso que llevaba consigo en su mochila.

Enhorabuena Fran, por tu valiente película.

Esta película comienza con un planteamiento insoluble, puesto que, desde el principio, se establece un duelo de rivalidad entre los dos hombres que sólo puede concluir con la muerte de uno de ellos. La progresión del relato nos permite situar lo que hace imposible para ambos reconocerse como padre e hijo.

Por un ladoel cazador confunde la función de un padre con los dictados de un amo. Por otro lado, el caminante fiel no puede desprenderse de la mirada orgullosa de un padre con el que se compara. Es justamente esta mirada la que sostiene la creencia de un padre imaginario, al que el caminante pide más de lo que un padre puede ofrecer, a la vez que le culpa de sus fallos y deficiencias en su vida. Dos caras de la misma moneda. La película desentraña al servicio de lo que está dicha creencia: velar la angustia, en lugar de resolverla.

La película arranca con la presentación del caminante. Sonido de chicharras, calor sofocante, una sombra le antecede. Lo primero que ve es un perro colgado de un árbol. Luego escuchará disparos y ladridos de otro perro. La sombra de un cazador aparece fugazmente en escena. Más adelante sabremos que es su padre, un padre al que busca ansiosamente pero al que no encuentra.

Se verá sorprendido por el cazador en una escena en la que le apunta con una escopeta: “creí que eras un conejo”, le dice. Manera un tanto siniestra de darle la bienvenida. Con otra frase certera la película retrata a este hombre cazador como un amo: “este es fiel, no como el otro (en alusión al perro colgado del árbol) que solo caza para él”.

Llegados a la casa del padre, el recuerdo de la imagen del perro ahorcado angustia a nuestro caminante. Las manos le tiemblan, mezcla pastillas y alcohol, él que bebe agua sentado a la mesa. Quizá ha visto en esa escena algo que le atañe. De cualquier manera, lo que es seguro es que esa imagen le lleva a recordar al caminante su infancia. Mira las fotos (su padre, él y en medio el perro), recuerda.

Abajo, la comida está a punto de ponerse en la mesa, conejo cazado, algo que el caminante, vegetariano, detesta. Va a comenzar el duelo, duelo de reproches. En todo reproche hay desvelada una verdad, pero, a la vez, encubre una cobardía, la de no hacerse cargo de la cuota de implicación que existe en toda queja.

El caminante culpará al cazador de su infancia, una infancia de mierda. De esa manera vela su angustia. Quiere volver a esa infancia, pues todo lo daría por dejar vivo a ese pavo. Esta es su cobardía: no hacerse cargo de la respuesta que dio a los 7 años, darle tres tiros al pavo del corral con la pistola del padre. Este deseo de muerte, esa cuota de maldad que todos llevamos a cuestas, lo cubre con la mirada de orgullo del padre. Lo reprime de este modo. Culpa al padre de su acción, situando en él la causa de su acción.

El cazador, por su parte, mantiene una impostura: la de tomarse como amo magister. Es un hombre para el que las cosas son como son, es decir que son como dicta él: Una familia como dios manda; una vida de verdad.

Piensa que sabe enseñar a su hijo cómo ser un hombre. Un hombre como él, como si colocarse del lado masculino fuera una cuestión de semblantes de una época ya pasada: armas, caza, alcohol, voces y puñetazos en la mesa.

Un amo necesita de un esclavo fiel que obedezca. Las posiciones en esta dialéctica amo-esclavo son complementarias. En el duelo de reproches que entablan están condenados a desconocer su posición mientras denuncian lúcidamente la del otro rival.

Me recordó el clarividente texto de Kafka: Carta al padre

Si te hubiera hecho menos caso, sin duda estarías mucho más contento conmigo ….soy el resultado de tu educación y de mi obediencia.

En este duelo asistimos a una comida totémica en la que el hijo no puede participar. Necesitará su propio cadáver. Desesperado, busca al padre que no puede reconocer en el cazador de conejos. Al igual que el padre asqueado no puede reconocer a su hijo en el hombre asustadizo y llorica que tiene ante sus ojos. Se miden, se comparan. Se convirtieron en hombres rivales dejando de lado el reconocimiento simbólico del hijo al padre y viceversa.

El hijo insiste una vez más, pues no se resigna a no encontrar al padre y le busca en la cuestión más delicada que se juega finalmente entre un padre y un hijo: el desdoblamiento que para el hijo tiene lugar en la infancia en la figura de su madre: madre para él y mujer del padre. Y le asesta una acusación más. Le dejó solo con su madre los dos últimos años de su vida al irse con otra mujer, él que tanto empeño había puesto en separarle de la madre a los 5 años.

El cazador ha sido tocado. Le pega una bofetada. Se rinde. ¿Qué quieres?, le pregunta: Matarte. Este hijo que reniega de haber matado al pavo quiere ahora matar al padre para así encontrarlo finalmente.

Será la canción que pone Merche, la mujer del padre, la que anuncia el desenlace:

Sensa fine Sin fín/ tú arrastras nuestras vidas sin un instante de respiro para soñar…todo ya está en tus manos.

El padre marca, una vez más, el guion. Coloca al hijo en la misma tesitura que a los 7 años. “O morirse de frío o matar al pavo” Él manda. Ofrece de nuevo su pistola al hijo anunciando a Merche que no hay que temerle, que es un bocazas.

Lo que quizá no había previsto es que el hijo usa ahora su propia arma y con ella le apunta:

¡Vamos ya! ¡Dispara, coño!

Uno, dos, tres tiros, como al pavo.