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De amor, sabœr
Ceder la palabra, no hablar, precisamente hoy, en nombre propio, es la constatación de un límite en el método, al tener como objeto de interrogación el tema del arte en lo que escapa al saber. De un anciano escultor italiano del que resulta difícil suponer que sea incauto, pues sus juegos de lenguaje casi merecen suponer que se trate de un esquizofrénico, me llega la noción de un saber del arte, y en una relación, entre arte y saber, que es dada como sustracción. Lo atrevido de la formulación (a-S) es el uso de las letras, que funcionan, sin que él lo sepa, pobrecito, como significantes de otros significantes más cercanos a nuestro campo, a saber, el objeto pequeño a, y el significante amo. Poniendo en circulación una constelación caótica de significantes donde las letras se multiplican. Las “aes” –agalma, objeto a, otro (autre), arte-, en relación de falta, de menos, a las “eses” -saber (S2), significante amo (S1), sujeto ($)… Todo un delirio obsesivo que en todo caso se separa radicalmente de la fantasía de un incognoscible artístico, que es lo que nos viene dado como ilusión de una plenitud anterior a lo simbólico.
En más de una ocasión me han visto, para sorpresa de muchos de los presentes, tomar al arte como modelo para ese tercero sobre el que he formulado el psicoanálisis como algo aún no clasificado: ese algo que se apoya en la ciencia por una parte y por la otra toma al arte como modelo, aún cuando el resultado sea infructuoso. …Ello, se dan cuenta, me compromete a formular el arte en tanto correlato, más allá de alguna delirante psicología del arte. El artista tiene el privilegio de estar en contacto con el inconsciente, lo que no es poco, dado que el desconocimiento se revela esencial a todo lo que se propone en términos de un verdadero saber. Es algo que previene contra la comprensión demasiado rápida, contra toda suerte de precipitación. La pregunta por el arte, es pues, sobre el límite del saber; si hay algo en la interpretación que consiga desvelar un saber en que consistiría la verdad de la obra. Está, ciertamente, el connaisseur -en todas sus modalidades universitarias- que supone un contenido del que la obra sería expresión, y del que se ocupa para así detentar su lugar en el discurso. Pero el saber en la obra no remite a un sentido,- ni a la gloria contemporánea del Nonsense– sino a lo que como constelación significante refiere a la verdad del sujeto, su semblante y sus cambios, lo que le hace querer, lo que cree percibir, lo que siente, todo lo ausentido.
Mi joven amigo Gérard, preocupado por algo que Freud no supo bien cómo abordar, me sugiere la idea, que tiene su miga, de que si el arte entrase en escena, en la escena del análisis, no ocuparía otro lugar que el lugar del analista. Es, ya lo ven, una idea que podría llevarnos demasiado lejos. Especialmente en lo que nos ocupa, desde la cuestión del saber, en tanto la deliberación sobre el deseo del arte. Pues si la obra ocupa el lugar del analista como lugar vacante para que el espectador pueda realizarse en la mirada como deseo del Otro, lo hace por cuanto en ella se deposita un amor hacia un supuesto saber del que ella sería depositaria, y cuyo deseo consistiría en ofrecer algo de la verdad del sujeto. Recuerden a Brünnhilde, en la última escena del drama wagneriano, que despierta del letargo , al que la ha condenado su padre, Wotan, y se entrega a su salvador, Siegfried diciéndole “lo que no sabes, lo sabré por ti, pero sólo seré sabia por amarte”. Podríamos extraer de esa declaración un vínculo asimétrico en el que el brillo cautivador de la obra despierta a quien no quiere despertar, al mismo tiempo que la obra se ofrece al espectador como saber inconsciente. El asunto, créanme, es otro que lo meloso en el que los amantes se quedan pegados a esa fantasía de oblatividad, de ese ser uno, y eso para mostrar su deseo de ser causa de deseo, en tanto saber inconsciente como aquello que ocupará para cada uno el lugar del deseo del Otro.
Del deseo del analista se ha dicho que se trata de una entrega que tampoco es desinteresada, aunque no se da sin abnegación, pero sería quizá más exacto decir que, respecto al analizante, el analista lo es, como suele decirse, por amor al arte. ¿No resulta cómico que también sobre ese deseo tan ligado al amor, sobrevuele el arte siendo precisamente causa?. Basta visitar ciertas galerías para tomar plena conciencia de que el arte resulta en ocasiones cómico: una modalidad más de los complejos mediante los que un sujeto representa el drama de sus conflictos, identificándose con las imágenes que informan su propia commedia dell´arte que improvisa y que es vaga o altamente expresiva, según sus dones, pero que desde luego, también parece mostrar la fecundidad psíquica de toda insuficiencia vital. Surge aquí algo que resultará fructífero desde la extraña proximidad entre el cómico y el político (comis) cuya voracidad (comedo) forma parte de su ser comedido. Commedia dell’arte, además, por la circunstancia de que se representa de acuerdo con un guión y unos papeles bien conocidos, tipificados por mitos, cuentos y obras: el ogro, el fustigador, el tacaño, el padre noble; los mismos que con nombres más científicos identifican los complejos. Se abre aquí la complejidad de la cuestión del saber del arte en tanto no se puede limitar a lo que ocurre en el sujeto llamado espectador …se plantea la cuestión de articular qué debe conseguirse en algo para que pueda ser arte, qué saber trasmite, hasta dónde puede llegar ese saber implicado en los efectos mismos de ese saber, y qué hay de la comedia del autor…
Dije que no existe un deseo de saber, aunque es claro que hay un deseo de saber atribuido al Otro. Esto se ve allí donde surgen las manifestaciones de complacencia del niño en sus ¿por qué?. Toda su interrogación está hecha para satisfacer lo que él supone que el Otro, espectador absoluto, quisiera que él preguntara. Y es en este orden en el que se inscriben las frenéticas búsquedas que afianzan las cátedras y los laboratorios. Estas búsquedas, en el niño y en el universitario, están presididas, dije entonces, no por el deseo, sino por el horror, el horror de saber. Pero no se inquieten, pues lo que nos permite ignorarlo es ese juego que denominé creancia. Si existe un deseo de saber no será una sublimación de la imposibilidad, ni una condensación del horror, sino metonimia del amor. Hay deseo de no-desconocimiento, un deseo de no-nosaber, un deseo de nonne-savoir (saber-de-monja), que en su clausura permanece abierta a la imposibilidad de la relación. El amor se dirige al saber en tanto que éste está allí en lo que es preciso llamar el inconsciente. No hay saber sin ese saber inconsciente… y lo insabido que sabe del inconsciente es el amor. Lo que constituye ese nudo, no es, de ninguna manera, el conocimiento de cualquier cosa, implica un saber como acontecimiento en lo que él es, con sus tres pliegues: imaginario, simbólico y real, en una secuencia de retorsiones que hace del cuerpo mesa de juego, en tanto el juego, en fin, del amor.
La lógica epistémica parte de esto: que el saber es forzosamente saber de lo verdadero, lo que conduce básicamente a locuras. Es imposible saber nada supuestamente verdadero como tal sin saber lo inconsciente, lo que resulta imposible de enunciar en la lógica epistémica. El saber inconsciente merece plenamente el título de saber, y en cuanto a su relación con la verdad, es preciso decir que el decir de la verdad es contradicción, pertenece al campo de la lógica, de la lucha, incluso de la logomaquia, eso que desde Heráclito es polémos. La verdad tiene un límite, en tanto es un medio decir, pero carece de límite, en tanto es abierta como medio no-decir. Es ahí que el amor es la verdad, pero sólo en cuanto a partir de ella, a partir de un corte, comienza otro saber distinto del saber proposicional, el saber inconsciente, que es aquél que el arte desvela como artificio parcial, en su medio decir, en tanto no enuncia cómo son las cosas de acuerdo a una correspondencia supuesta entre ser y decir, sino como un ilusión flagrante, como una invención que se desvela como tal. El arte muestra en su origen ser contingente, y al mismo tiempo en esto se prueba la contingencia de esos tres supuestos -verdad, bondad y belleza-, con respecto a lo real. La sabiduría en arte no puede ser de ninguna manera lo que resulta de pretendidas consideraciones lógicas de verificación o de sublimación.
Vean ustedes a esos magníficos pájaros jardineros, que construyen sofisticadas torres repletas de ofrendas. Esos modos extracorporales son, evidentemente, una forma de ofrecerse, en tanto ofrecer esa falta de recursos que están siendo en tanto deseantes. Incluso entre las aves, la ofrenda de amor, agalma del erón, se muestra como el principio por el que el deseo cambia la naturaleza del amante. Los que andan a la brega con mi enseñanza ya han podido captar que el deseo no es ajeno a la demanda, pero sólo como su efecto más acá, que incide, en retroacción sobre la necesidad, al tiempo que se propulsa en un más allá. Esta encrucijada, el arte la toca sin andarse con rodeos. Así, no es del lado de la interpretación desde donde algo sobre arte puede ser dicho. Eso tenía ajetreado a nuestro querido Freud , que se rindió al fin de su estudio sobre Leonardo y el curioso pájaro que volaba sobre su cuna. Freud se quedó con las ganas, pues la interpretación picotea otro campo, más inmediato, más corporal, que es del orden del deseo, es decir, de la aporía, de la falta de recursos. Lo que convierte la ofrenda en agalma no es el adorno, sino lo que tiene de preciado, de precioso, aquello de lo que la belleza es causa. Lo que es importante es lo que se espera de agalma, que apunta a lo que es importante en el sentir, en el pensar, en el hacer, aquello que apela a lo bueno, lo verdadero y lo bello. Dicho de otra forma, el agalma aparece como una especie de trampa para los dioses que se vislumbra en el vínculo entre ornare y sobornare. Es un encanto que está ahí, tan embarazoso para los griegos como para ustedes, que enreda en el deseo sin explicación sin contemplaciones. Para decirlo todo, es un objeto extraordinario, ese famoso objeto insólito que está tan al centro de toda una serie de preocupaciones aún contemporáneas. No necesito evocar aquí el horizonte surrealista. Sólo basta echar una mirada, aún superficial, a lo que ha sido llamado arte, para darse cuenta que eso no significa otra cosa que la puesta en evidencia del poder seductor de la imagen.
Así podría decirse: “deseo en tí más que a tí”, a saber, que no existe el deseo sino desde que un otro lo suscita. En la ofrenda coexisten el desear a alguien, y el desear para alguien… y adquiere esa cualidad cuando lo que ofrece es algo de la verdad de quien lo recibe, y algo de la verdad de quien la dona. Agalma es, en fin, ofrenda del lado de lo que falta, en tanto da esa incompletud que lo convierte en adorable, en causa de deseo. Si el arte es ofrenda, objeto causa de deseo, es siempre causa, cualquiera sea la manera que tengan que hablar de ella, -Dios sabe cuantas diatribas enciende y la tinta que hace verter. Esa cosa de la que se trata en arte, está en el corazón de ese campo excluido por la filosofía, porque no es manejable, no susceptible a su dialéctica, que se llama el deseo. Nada de placer desinteresado, nada de objeto transitivo, y sería más sospechoso ver en ello objeto de transacción. Es una emergencia del deseo como tal, uno de su avatares, que acentúa un objeto entre todos por estar sin equilibrio con los otros. Si sostenemos -mi viejo amigo escultor no me desmentiría- que el arte es la realización del deseo, no es precisamente por la posesión de su objeto, se trata de la emergencia a la realidad del deseo en cuanto tal. En esta misma sala, les dibujé algo que difícilmente puede imaginarse, esa topología del ocho interior, en la que se muestra que la realidad del deseo no es otra que la realidad sexual.
Se plantea así la cuestión del saber en relación al amor del arte. No es una cuestión ingenua, aunque pueda parecerlo. ¿Sería- como ya lo oigo en el murmullo de algunos listillos que me desuponen el saber- reductible a un saber vano, al ser sólo por amor al arte?. Ciertamente no, si atisbamos lo que hay en el agalma, que es el referente oculto del Sujeto supuesto Saber, pero que se desvela como ofrenda de la falta constitutiva que es el corazón del saber. El saber del arte, que surge ahí, conoce como si no conociese, y supone un saber que se desconoce. Es esto lo que garantiza su lejanía de la lógica epistémica. Y no por nada, pues nace, a ciencia cierta como un hacer saber que remite a esa ofrenda que se elabora en los límites de la mirada, y que incluye la falta que le da su fulgor. Ese saber que transportan las obras del arte, no es ciencia; es un saber incompleto, nesciente, naciente, que es del orden del acontecimiento, de un acontecimiento radical. No es un momento de conocer, dado que el arte no es filosofía, ni es a partir ni después de la filosofía, -tal sería el deseo del universitario. No nace en la cuna de la filosofía, como no se deja enterrar en su mausoleo. El arte es portador de un saber nesciente en ese momento único en el que nace la obra en un estremecedor descono(ha)cer, y a costa del ego del artista. Es algo que está en el efecto de lo que nos determina, en tanto el deseo es lo que dice, lo que dicta, incluso lo que mal-dice en el malogro de su mediodecir: se revela disposición, desposesión. En ello el acto creador se aproxima al amor. El arte, queridos míos, como el amor, no incluyen el menor conocimiento. Todas las ilusiones del conocimiento, la imaginación del sujeto del conocimiento, sea anterior o posterior a la era científica, no es sino forja masculina. No se conoce en el amor, sino que por el contrario, se hace saber de lo indecible que ese saber circunscribe, que no se prueba sino en un estar dispuesto, presto, a lo prestado por la interpretación amorosa, en la que lo trágico gira a lo cómico y viceversa. Ningún conocimiento, pues, en el amor, sino un hacer saber de una disposición del ser, de un gozo de consentimiento a lo que difiere en la repetición de lo inolvidable del encuentro primordial, eso a lo que Kierkegaard se resistió. El amor -y por eso lo evoco- está del lado del arte como cosa del cuerpo, sí, cosa de ojos que se miran, venga, sigan, de manos que descargan con sus dedos todos los sonidos, de pasos moviéndose, cabeza girando, cabeza volviendo, al final, sí, cosa de sentidos que se saben, en una coreografía que es hechura, hechizo de amor, que marca los pasos y la pasión del amor, que lleva la danza de los pliegues más secretos del cuerpo… No es que haya un “arte de amar” que incluya un saber en tanto instrucción y técnica, en tanto función y uso, es que el arte sucede del lado del amor. Hay un amor del arte, pero no discurso del arte, porque si es efectivamente la metáfora de algo, se trata de saber que se refiere, sobre todo, al acontecimiento. El arte no es discurso, sino ocurrir, ocurso, ocurrencia. Y lo que ocurre es precisamente, amor. Se trata de un hacer saber en tanto saber inconsciente, es decir, en tanto cuerpo, que según la fórmula freudiana, es lo que calla, el lecho del saber inconsciente.
Hay arte desde el deseo, del que adoptamos la noción de que en la obra se produce un saber para el que es preciso que haya invención, que es lo que sucede en todo encuentro. Al decirles que el inconsciente no descubre nada, pues no hay nada que descubrir, lo que queda dicho es que es esa falta lo que hay que pueda descubrirse, en tanto ese descubrimiento es invención. El inconsciente inventa- y por ello el humus humano puede hacer de él inventario. El inconsciente inventa, encuentra, agujerea (trouba). Para hacer saber es preciso inventarlo: saber es invenir. En Cicerón encontramos esa palabrita, inventar, que es viaje de hallazgo -sea casual o como resultado de una búsqueda, en tanto adquisición o en tanto algo provoca. El saber es invento por cuanto es causa ¿de qué? evidentemente de deseo, que es inventivo, pues sustituye la incertidumbre por certeza, esa certeza que la realidad del deseo identifica como causa, y que encuentra en el objeto su emoción, su moción. Y en cuanto a la cuestión de la verdad, de la belleza, de la bondad, esos mediodecires, no se descubren, se inventan, son artificio, creancia.
Permítanme que vuelva al cristal de la palabra, donde quedó fijado un acontecimiento que incluye el conocimiento inteligible, propio de la lógica epistémica, y el gusto sensible, un acontecimiento en el que saber es sabor. Más que suponer un saber, amar es consentir un sabor, un saberse. La expresión “saber a…” tiene en el objeto su sujeto. Y cuando algo sabe, es el objeto el que “nos” sabe, nos hace saber, o nos hace estar siendo sabœr. Cuando se sabe de algo, es el sujeto el que nos hace saber de sí. El saboreo trae consigo todo ese mundo tan familiar que comienza en ese chupeteo, una vez que queda cortado el cordón umbilical. El uso lingüístico ha recogido aspectos de esta pulsión sexual oral, acuñándolos en sus giros; habla de un objeto de amor “apetitoso”, llama “dulce” a la amada, y recordemos que las cosas dulces, caramelos, bombones, subrogan regularmente en el sueño a caricias, a satisfacciones sexuales. El decir de los amantes, ese “comerse a besos”, condensa una fantasía caníbal que cuando pasa al acto, se convierte en perversión. Precisamente porque el amor existe como algo más que la aceptación de la imposibilidad sexual, el beso no es esencialmente perverso. Ni como trasgresión anatómica de los dominios corporales destinados a la unión sexual, ni como detención en una relación intermedia con el objeto sexual -que supuestamente debería ser rápidamente recorrida en el camino hacia el fin sexual definitivo-. Más acá de ese paso al acto, la oralidad apunta a lo que sucede en tanto límite o borde de lo real. Diciendo esto, aunque algunos no lo sepan, me acerco a la clínica, y no lo dudarán quienes interroguen el sentido de algunos síntomas y actings histéricos. Observen como en la piel, en sus comisuras, en sus topologías, se abre al sabœr, al deguste, mostrándose amante, deseo en acto, como acto de apertura. Da gusto, al menos eso dicen los sajones, kiss, a saber, kustus.
La clínica y la poesía no cesan de consonar. Un poeta español, Carlos Bousoño, dijo de la poesía ser caricia de lenguaje, en tanto activa el habla, haciendo que lo que por repetición, o por represión no tiene incidencia en lo real, deje agujero hacia lo real. Todo lo que afecta al amor remite al cuerpo en tanto un pliegue que se abre y cierra: boca, manos, brazos, piernas, sí, cobran su lugar amoroso en tanto su convexidad se abre a la concavidad, convirtiéndose en el beso, la caricia, el abrazo, acogidas de un cuerpo que se ha hecho apertura, agujero, falta, deseo en acto. Que la superficie continua quede en corte es lo que produce la singularidad topológica. El beso pertenece a la familia de la caricia, cuando el límite externo del cuerpo se abre a la relación sensorial de otro cuerpo. Y la caricia pertenece al querer (caro) que es tanto como decir, al deseo, por cuanto no está cumplido, es carencia. No es del lado de la devoración, sino del tacto, donde el beso sabe, donde el beso hace saber. Remite a lo que baja (baisse), a lo que cae (fall) y falla en amor. Está al borde del amor, como el amor está al borde de lo real, más allá del bostezo -síntoma de negligencia, y del descaro -oscenidad y ósculo, pues como supo Ovidio, la boca es otro de los nombres del pudor. Fíjense que la homofonía permite apreciar este supuesto, por cuanto de la boca (os,oris) es todo lo que afecta a la orilla, al límite (ora) que hace del objeto un trazado, un hueco, en lo que Homero llamó “el cercado de los dientes” , y que es la orilla erógena de la boca. Es así como el sujeto, horadado en el amor, se topa con esa ora. Crear, se crea en los bordes de lo real, en el corazón (cor) de lo real, que no es su centro, sino su corte (cor) y su corteza. Organizada esa caricia epistémica ya como orientación de lo simbólico en la estructura, en el sujeto, puede dejar un resto, un trazo y una triza de real, no ya como arcádico presimbólico, o exsimbólico, como resonancia de naturaleza.
La izquierda se preguntaba por la necesidad del arte, lo que podría más bien decirse como: Si el arte hace algo, lo que hace es falta. El arte hace falta, pero no del lado de la necesidad, sino del deseo y el gozo de esa invención que consiste en encontrar agujeros e incorporarlos al sujeto de la estructura. Allí donde se muestra lo imposible, eso produce “troumatisme” (agujerismo), y hallazgo. Veremos aquí que quien sabe es del lado de la creación, del encuentro, y lo que encuentra el trovador no son tropos retóricos, sino agujero (trou) y turbación (trouble), emoción. Aquí observarán los más agudos que Lacan está afirmando no otra cosa que su reconocimiento en cierta tradición conocida por la voz que encuentra, que cuenta: lo que encuentra el trovador es lo real, es afortunado porque esa fortuna, esa tijé (τύχη), en sus tijeretazos, hace trizas las esferas, las armonías.
La cosa no es sencilla. Existe la resistencia a la creación, y la denegación de la falta es moneda corriente. Y ya sabrán que la invasión de la inercia es el final del arte. Todo orden, todo discurso, que se emparenta con el capitalismo deja de lado lo que sencillamente llamamos las cosas del amor. Si el amor como respuesta implica el dominio del no tener, la propiedad implica el dominio del no pagar, lo que refiere a toda esa circulación de ganancias, intercambios, adquisiciones y provechos, ofertas y demandas, que hacen que en el rico haya una gran dificultad para amar, por cuanto, desde la posición de rechazo de la castración, eso es justo lo que no puede ofrecer. Tener, convierte la propiedad en una negación de la falta, y esa resta de valor, característica de la posesión, hace el amor inviable. Hay una cosa, muy en particular, que el rico no paga, y es el saber. Lo verán ustedes cuando, en el desarrollo del capitalismo, las sociedades sean sociedades de pago, y por tanto sociedades del conocimiento, en las que lo imposible quedará forcluido, rechazado el vacío. El saber convertido en aquello que por no pagarse, queda excluido de cualquier forma de valor, o por decirlo más precisamente, el conocimiento será lo que circule como propiedad, más que ningún otro, en un mercado de valores sin circulación del plus-de-goce.
Lo que especifica el discurso capitalista viene dado por lo que viene a ser su sujeto, el proletario, que alimenta la avidez mortífera del consumo, pro-letal. Lo que le distingue es el rechazo, fuera de lo simbólico, de toda castración. Hay una dama entre ustedes que ha sabido responder, ofreciéndome amorosamente una fórmula para este discurso capitalista, como torsión del discurso del amo, en el que el lugar del agente no viene a ser ocupado por el sujeto más que en lo que da vueltas sin parar como no imposibilidad en relación con el saber y como no impotencia en relación al objeto causa del deseo. Por ello, este discurso es el de la total oferta y de la total impunidad. Nada le es negado, por lo que la carencia de límite se transforma en lo que se despliega en la clínica de un más allá de las neurosis clásicas. De modo que la negación de toda impotencia y de toda imposibilidad corre a cargo de una hipertrofia de los significantes de un cuerpo institucionalizado, cuyos fragmentos son oferta y demanda de todas las formas de goce, en las que el sujeto desaparece de la escena.
Fíjense en una coincidencia nada inocente: el mito del genio romántico surge simultáneamente al nacimiento del liberalismo, en un momento en el que, para la Europa colonial, se trataba de dar rienda suelta a la iniciativa privada. Mi llorado amigo Bataille me sugirió, en su día, que el arte siempre expresa la subjetividad no del artista sino del soberano, lo cual nos hará notar de qué modo el discurso capitalista habría absorbido lo que el arte moderno ha desarrollado en tanto negación de todo límite, de la imposibilidad. El discurso capitalista, en suma, es el extracto de la trasgresión del artista moderno… Lógicamente, una vez que ese discurso se instituye como negación de la imposibilidad, el arte como tal, aún habiendo sido un núcleo fundador, comienza a no hacer falta. Muy pronto el artista solitario se habrá convertido en un recuerdo del pasado, junto con toda su disposibilidad, su orgullo, su paciencia y su impulso. Conforme la pretendida revolución se despliega como repetición, el arte no hará falta, lo que equivale a decir que dejará de ser contingente, de fallar y de hacer falta, y dejará de ser innecesario. No es evidente que no sea el poder de cierta estructura lo que hace coincidir la negación del amor con la negación del arte. En ambos casos, para el discurso capitalista, esa forclusión queda investida de las constelaciones significantes más notables. La negación de la castración se desvela en la ostentación de una relación sexual que niega su imposibilidad, y la negación del saber del arte se desvela en la ostentación de una cultura visual que niega su impotencia. Si el fantasma es lo que se resiste a lo real, si existiese un arte después del arte, éste sería- y es desolador- un arte del fantasma, de la repetición con la que precaverse del encuentro de lo real , desde la fascinación de una mirada fija, como visualidad y virtualidad oclusiva de cualquier imposibilidad, de cualquier agujero, de cualquier encuentro. Conocen bien esa tradición moderna del arte que gira en torno al objeto encontrado –objet-trouvé. Es significativo que este arte del encuentro pertenezca en propiedad al desarrollo del discurso capitalista, que pretende eliminar la imposibilidad y el agujero (trou). Y que de la negación intensiva de ese agujero se despliegue toda la rica commedia dell´arte contemporáneo, la comedia de la oferta infinita.
Es ya ven, y eso nos deja estupefactos, el asunto del consumo que por su naturaleza, extingue y es inextinguible. Podemos abordarlo, podemos entreverlo al recordar su antecedente calificado como sádico-oral, que recuerda finalmente que la vida en el fondo es una asimilación devoradora como tal. Bíos, del que Heráclito escribió que “su obra es la muerte”. Ahora bien, si la relación bocaseno y la actividad absorción- alimento son el numerador de la ecuación que representa la relación pulsional oral, es en la diferencia entre la manera de dar y lo que se da que el niño va a aprehender el abismo entre el don del alimento y el don de amor, que se tapa con lo imaginario. Es un hecho que el que imagina se imagina con lo que está a su alcance, en su cuerpo, a saber, con lo que se chupa, lo que se caga, lo que hace la mirada, lo que domina la mirada en realidad, y después, en lo que la voz porta. Para mi amigo de juventud, Salvador Dalí -más famoso por algunas de sus excentricidades que por su obra artística- la realidad se muestra como experiencia fágica, en tanto el cerebro que conoce mastica el mundo. Para Dalí el cerebro es boca y todo saber es caníbal. Pero situar el conocimiento del lado del consumo, remite más bien a la noción de una oralidad irreductible, del lado de la perversión. Por avanzarles algo que ya se verá, en esta relación entre consumo y oralidad, el ojo convertido en boca chupeteadora es lo que los filósofos llaman cultura visual, ofreciendo los semblantes del discurso universitario al discurso del capitalismo. No tomen esto como simple broma; les dejo meditar lo que implica.
Dado que comer es también disipar, destruir, dense cuenta que otro de los nombres de la forclusión podría ser disipación, obviedad-obesidad. Comer conduce a la obesidad, a aquello que está nutrido completamente (obsesus), quiere decir que no tiene falta, que está todo comido, que todo él es consumo, que el comer no acaba, que no hay saciedad porque no hay más que negación de la falta. Si la regresión visual al objeto primitivo de devoración acude a compensar la frustración de amor, tal relación proporciona su modelo, su molde a esa especie de circulación de la demanda, de la oferta y la necesidad, que articula oralidad y visualidad. El valor predominante que adquiere lo visual en este discurso se basa en esto, en una forclusión del saber que deja paso a la voracidad. El término sánscrito avidya, que significa nesciencia -no saber (a-vidya), lo que impide saber del desconocimiento, designa aquí también, a saber, la avidez. El sujeto viene a colocarse sobre el menú a la carta del caníbal que, como cada uno de ustedes sabe, nunca está ausente en ningún fantasma comunional, lo que nos llevaría lejos si pensamos en esa forma actual de naufragio que es el sufragio en tanto sustitución de la participación por los significantes del voto, en la ostentación de significantes de la comunidad, cuando lo que en realidad se comparte es la demanda. Metáfora imperfectible del sufragio político: ¿Qué, en apariencia, responde mejor a la demanda de ser nutrido, que aquella de dejarse nutrir? Y, lo sabemos bien, es de esto de lo que se trata entre el ciudadano y el Estado cada vez que estalla el menor conflicto en esa relación que parece estar hecha para cubrirse y resarcirse de una forma estrictamente complementaria. Sabemos sin embargo que es en este modo mismo de confrontación de las dos demandas que yace esta hiancia, este desgarre donde se insinúa de una manera normal la discordancia, el fracaso preformado de este encuentro que consiste en esto mismo, que justamente no es la comunicación amorosa, sino el encuentro de demandas. Un fracaso que queda forcluido irremediablemente en la verdad del discurso capitalista, que pretende actuar a guisa de Otro en las funciones parentales de la Empresa, que no sin cierto humor se llama también Compañía… y cuya marca acabará dando nombre a los niños del mismo modo que antaño se adoptaba para ellos los nombres de dioses o de monarcas…
La necesidad de comprar los significantes de un afecto que no está dispuesto a pagar, convierten al más pérfido de los explotadores en omnimpotente, de ahí que desee negar esa tríada -bueno, verdadero, bello- en la visualidad, en la virtualidad de un relativismo que declina, que se declina, en un absolutismo relativista. Del antropólogo Geertz tomamos la idea de un antiantirelativismo, para entender lo que la experiencia clínica nos muestra como un deseo de bondad, de verdad y de belleza, pero del lado, no de un referente absoluto que siempre será faltante, sino de la falta constitutiva de referente que apela, precisamente, al saber como creancia, como encuentro (heretés) con otro que es algo más allá y más acá de ese referencial que hace de Otro. Es lo real al que apunta el encuentro. Encuentro en el lado de la actividad, en el lado del deseo como generador de certeza, causa de vida. La belleza es una experiencia, como lo es la bondad, que incluye carencia y hecho, deseo y manifestación. Y respecto a la verdad, su función primaria es el semblante, que se da por lo que es. Frente a ello, el discurso capitalista apela a la herejía, como discurso victimario que propulsa la invisible prolongación del amo por otros medios. Las formulaciones sobre lo bueno, lo bello y lo verdadero apuntaban desde la patrística, a una participación en lo divino. La cosa era recíproca, pues si bello bueno y verdadero eran las expresiones en tanto participación en la divinidad, lo divino consistía precisamente en esas virtudes en tanto realización absoluta: la infinitud de la bondad, de la belleza, de la verdad… Una infinitud, por lo demás, que daba la medida de lo incomensurable como semblante, que pertenece a lo natural, a las relaciones de uso, de acoplamiento estructural, como gustan llamar los biólogos. Mientras el saber introduce un corte por medio de un artefacto, que es un discurso. Pero el Uno no es, desde la experiencia analítica, más que eso: semblante. Fíjense que no por casualidad el semblante, en relación al goce, aparecía el objeto imaginario, ese Falo, cuya falta simbólica definía la castración. El semblante, la tradición hindú lo sabe bien, remite al uno –samá-, sem-el en latín, simultáneamente que a esa disociación de lo símil. El semblante es ese Uno que proviene de la temporalidad de una hiancia, el resultado mismo de la trinidad cuyo nudo enlaza imaginario, simbólico y real. O, en la operación en la que estamos, un nudo que enlaza ética, estética y lógica. Fíjense en la habilidad de Pierce, cuando se hace consciente de la ausencia de cualquier referente absoluto del que derivar, del que declinar en un juego de caída, las ciencias normativas del sentir, del hacer y del pensar. A falta de un referente absoluto, queda la jurisprudencia relativa al gusto cambiante sobre lo bueno, lo verdadero y lo bello. Y es por eso, que al final, todo juicio no es sino fantasma. Queda, en otras palabras, lo referente al derecho, en tanto administración del goce inconmensurable del Otro, como aquello que ni está prohibido, ni es obligatorio. Es más perspicaz esta observación que la negación que el discurso capitalista realiza de esa falta referencial, convirtiendo, y ese es, no lo olviden, uno de los nombres clásicos del diablo, el relativo en absoluto. Lo relativo absoluto es la marca de una torsión del discurso del amo, de eso de lo que nadie se daba cuenta, de ese ínfimo deslizamiento del discurso, desde el que se declinan todas las formas en las que el mal, la fealdad y la falsedad ocupan el lugar de la divinidad, de la autoridad, de lo que ve sin ser visto, de lo que se ve pero no se toca. Eso puede dejarnos literalmente estupefactos. ¿Pero no hay que partir de lo estupefaciente , si queremos ser capaces de afrontar lo que no es obvio para el conocimiento?. Entonces, no se extrañen, amigos míos, de esta declinación que pueden encontrar en cada rincón del paisaje, en los parajes más recónditos del campo que no sin una buena dosis de cinismo se llama medios de comunicación…