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¿Crisis del padre?
Tiene sentido hablar del padre en unas jornadas en las cuales se trata de pensar acerca de los vínculos en el mundo contemporáneo.
Hay un clamor general ante el declive de las figuras de autoridad. Aporto sólo algunos ejemplos que dan cuenta de ello:
-en Marzo del 2009, la coordinadora de profesores, dirige un escrito a la fiscalía para que consideren que se “restituya la autoridad a los profesores”, autoridad que afirman les ha sido arrebatada.
La memoria de la Fiscalía general del estado recoge con preocupación el aumento de las agresiones de hijos a padres e incluso abuelos. Padres que se ven obligados a denunciar a sus hijos y llevarles a una institución para que se haga cargo de ellos
Esto son sólo dos ejemplos de la queja ante la caída de lo que antes se consideraba eran figuras de autoridad, es decir, con un valor simbólico merecedor de respeto, pero puede hacerse extensiva a otros ámbitos
En palabra de E. Laurent, estamos en la época de la desautorización de las prohibiciones, de la desautorización de la autoridad
El padre ha sido desde siempre el que ha garantizado la transmisión simbólica de una generación a la siguiente introduciendo tanto la continuidad como la discontinuidad, en el paso de una generación a otra.
Para el psicoanálisis, el padre es una función lógica de nominación. Dicha función lógica tiene que ver con la manera en la que haya sabido qué hacer con la castración, la manera en la que le haya dado solución al imposible de la relación sexual, o lo que es lo mismo, cómo haya sabido su inconsciente afrontar la imposibilidad de todo sujeto que consiste en que hay algo que no está escrito en cuanto al sexo, que hay una mal-dicción del sexo que es la que dibuja todos los dramas humanos. Somos seres hechos de carne y de palabra y por ello algo debió quedar irremediablemente perdido a lo cual Lacan llamó objeto “a. Ese hueco en lo más íntimo del ser es a la vez lo que causa el deseo y lo que alumbra la senda del caminar de la vida por la cual siempre se espera recuperar algo de aquella pérdida.
La neurosis, la psicosis y la perversión son las estructuras clínicas que manifiestan las diferentes maneras de responder al imposible de la relación sexual.
El Edipo es una solución a ese imposible en la medida que permite al varón emparejarse a una mujer, y transmitir la interdicción a los hijos. La mujer no es toda para él puesto que ella es además madre y en tanto que mujer, su deseo no está todo significado fálicamente. Dicha solución permitirá al hijo tener una versión del deseo del padre en tanto que hombre. Versión que será una brújula que le oriente en el futuro en su búsqueda de partenaire.
Ahora bien, lo que propone el psicoanálisis Lacaniano, es que ésta no es la única solución. Ahí donde no hay Edipo, el sujeto puede inventar algo equivalente. La función de la escritura en J. Joyce cumple precisamente esa función de suplencia. Lacan dedicó un año de su enseñanza para hablar de ello.(Seminario 24 Joyce el sinthome.)
Al psicoanálisis no le interesa tanto lo imaginario de las figuras del padre, que por supuesto darán soporte a la manera en que cada analizante se historice en su análisis, como la función lógica que soporte sin saberlo él mismo.
Veamos varios ejemplos de la clínica: una sujeto hacia el final de su análisis pudo llegar a decir que a pesar de las infidelidades de su padre, a pesar de lo poco “apropiadas” que estas podrían ser desde un punto de vista moral, justamente fueron lo que la permitieron poder encontrar una distancia respecto a su madre, mujer depresiva que había dimitido en cuanto a su deseo sexual, posición que dejaba a la analizante sin salida respecto a la posición sexuada como mujer. Es decir, que fue la función paterna en tanto que transmisora de un deseo cuya causa era una mujer lo que se constituyó como lo valioso de ese padre en términos de deseo, independientemente de cuáles fueran sus torpezas e impotencias en otros aspectos de su vida.
En contrapunto, con este ejemplo que es de un sujeto neurótico, puedo comentar el caso de otro sujeto psicótico: un hombre al cual lo único que le llegó del padre fue una orden caprichosa, una voz insensata que ordenaba a todos someterse a ella. Un padre que confundía su persona con la ley. Un padre bebedor, frecuentador de prostitutas, que maltrataba a su madre, y por la que no se sabe que tuviera ningún deseo. No se hablaba nada más que con una hija. Su madre, a pesar de todo ello, visita su tumba todos los meses, haciéndose acompañar por este hijo, quien contempla la escena con cierta perplejidad. Este sujeto, afirma no tener ni idea de las cosas de la vida. Él no sabría qué decir a alguien si le contaran algún problema de relaciones de pareja, pues no sabe nada de todo eso. Sin embargo, en otros aspectos de su vida parece haber una certeza absoluta por su parte en lo que a impartir justicia se refiere, y con bastante crueldad, pues en su delirio llega a verse como asesino en serie. Él se cree necesario para restablecer un orden que nunca hubo en su familia. Él mismo tiene como función delirante suplir lo fallido del padre.
Esto en cuanto a la estructura, pero además el psicoanálisis es impensable sin una articulación con el discurso de cada época. De ahí que Lacan diga en su texto de Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano de 1962, “El Edipo no podría conservar indefinidamente el estrellato en unas formas de sociedad donde se pierde cada vez más el sentido de la tragedia”. Así, los cambios de discurso llevan a variaciones en cuanto al Edipo. Desde luego, no estamos en la época histórica de las sagas, ni de los labdácidas ni tampoco de los Buddenbrook.
En la actualidad, abundan lo que se llaman patologías del acto. Se trata de sujetos cuya característica son los pasos al acto, por lo tanto actos separados de su subjetividad, sin pensamiento y donde se puede deducir una exigencia de goce imparable, sin límite, sin prohibición, sin tiempo ni medida, empujados a una absoluta inmediatez que no persigue el principio del placer sino su más allá.
El desarrollo del capitalismo tiene mucho que ver con todo esto. En el discurso capitalista entendido como lo planteaba Lacan, no hay articulación con Otro, ya que ese lugar queda anulado. Es decir, que es un discurso que precisamente rompe todo vínculo social. Hay una circularidad infinita entre un sujeto vinculado, subducido por los objetos plus de goce del mercado y a la vez un significante amo que empuja incesantemente a la producción de saberes dispuestos a producir a su vez objetos de consumo diversos, sean estos cuales sean, por ejemplo las drogas.
El sujeto moderno es un sujeto engañado y ahí radica su verdadera tragedia, que ya no es la que le marcaba el destino que le venía precedido como una marca del Otro, como en el caso de Edipo o de Johann Buddenbrook, sino que lo trágico es estar en el engaño de que es posible colmar la falta con un objeto de consumo, promesa de felicidad. Pero realmente, sólo habrá una brizna de felicidad si hay aceptación de ese agujero estructural de todo ser hablante, pues sólo eso permite poder encontrar un objeto plus de goce que realmente proporcione una satisfacción subjetiva, aunque esta felicidad sea siempre parcial.
Según el sociólogo Z. Bauman, actualmente se está perdiendo la capacidad de interrelacionarnos espontáneamente con personas reales a la vez que se desarrollan las ofertas de “conéctate ahora”. Estamos en el connecting people. Se crean comunidades virtuales que dan la ilusión de pertenencia. De hecho, las expresiones que se utilizan en los espacios virtuales no son tan virtuales, pues se habla de “entrar en la sala”, “hablar”, “salir de la sala y hacer un privado”, etc. En realidad son comunidades de “guardarropa”, como él las llama. Es decir, de quita y pon, pues con la misma rapidez que se convocan, después desaparecen. No hay ningún vínculo ni responsabilidad respecto a tal comunidad. Tan pronto se puede “agregar” a alguien al Messenger como “desagregarlo”.
Otra de las consecuencias del discurso capitalista palpables es que deja de lado las cuestiones del amor. No hay marco alguno, semblantes, no hay referencias a las que engancharse, identificarse. Más bien cada uno “se busca la vida”, en la “república independiente de su casa” como dice el slogan de IKEA.
Es inevitable entonces que si el discurso capitalista rompe los vínculos, o los hace “líquidos” -utilizando un término también de Zygmunt Bauman- , también se vea afectado el vínculo padre-hijo.
Antes, el padre parece que sabía cuál era su oficio, su función: incluir al hijo en el linaje familiar, transmitir al hijo su saber hacer, su oficio, sus principios, las tradiciones. Parafraseando a Benjamin, tendría algo que narrar al hijo.
Esto ha ido cambiando a lo largo de los tiempos, de tal manera que ahora un padre no tiene muy claro dónde ni cómo ubicarse. De ahí que proliferen las Escuelas para padres que funcionan como un GPS familiar.
El problema es que además esto se transforma en un imperativo que recae sobre los padres con un efecto culpabilizante, siempre con el sentimiento de estar en falta respecto a su papel. Entonces se da la paradoja de que por un lado hay una cierta dimisión de una responsabilidad subjetiva en cuanto al hijo, y a la vez un sentimiento de culpa cada vez mayor que empuja a los padres a tener que dar al hijo todo lo que el mercado va proponiendo como lo mejor para él: mejor colegio, idiomas, viajes, ocio permanente, aparatos etc pero sin mojarse ellos mismos.
A la hora de intervenir con los hijos, Ya no se puede recurrir tan fácilmente a lo que hacía el padre o la madre. Hay un problema en cuanto a la transmisión de una generación a la otra. Pero a la vez, nunca como ahora se pensó tanto en los niños. El niño ha pasado a ocupar la primera escena. Es el ideal en el que mirarse, el narcisismo perdido de los padres y que esperan recuperar a través de la relación con el hijo, como nos recordaba Freud en su texto Introducción al narcisismo
Más que nunca, ahora se espera del niño todo: que esté provisto de todos los saberes escolares y extra escolares, técnicos, deportivos etc. Se le exige desde el ideal todo eso, y curiosamente se le quiere ahorrar el precio a pagar para conseguirlo.
El niño es el producto más acabado del capitalismo: máxima producción, mínimo esfuerzo, rapidez y eficacia, y sujeto a deslocalización, pues en el hiperestímulo ya no sabe dónde está el Otro al que articular un deseo.
El niño da cuerpo a la demanda superyoica de consumo con su “dame todo lo que pido”. Niños a los que hay que darles de todo, atiborrarles. De ahí que después en la clínica infantil y adolescente aparezcan formas sintomáticas peculiares con las cuales introducir un hueco, un vacío necesario en medio de ese exceso para poder dar aire a su deseo.
Gilles Lypovetsky en su libro “el crepúsculo del deber” afirma: “queremos el respeto de la ética sin mutilación de nosotros mismos y sin obligación difícil. Hemos llegado al minimalismo ético”. (Página 48)
Para él, estamos en una sociedad donde prima el derecho al hijo y cualquier cosa vale para lograrlo, pero también el derecho individual del niño. Él habla de la familia “posmoralista”, que se construye y reconstruye libremente, durante el tiempo que se quiera y como se quiera.
Una de las consecuencias según este sociólogo es la desaparición de la figura del padre y la crisis de las señas de identidad del niño.
En “la cultura del nuevo capitalismo”, Richard Sennet plantea que “el problema al que nos enfrentamos es cómo organizar nuestra vida personal ahora, en un capitalismo que dispone de nosotros y nos deja a la deriva”.
El amo moderno es el capital y a ese no se le piden cuentas, aunque gracias a la crisis económica se puede pensar que algo de esto puede dar un giro en un futuro, pues en general, políticos, analistas, y economistas están de acuerdo en que la falta de regulación de los mercados ha sido un desastre.
Desamparo, sentimiento de vacuidad que promueve a su vez en el mercado la oferta de múltiples tratamientos para ello: sean psi, tratamientos del cuerpo, la imagen o espirituales.
Para el psicoanalista E. Laurent, las dos caras de la subjetividad contemporánea son que la autoridad del nombre del padre palidece y a la vez la existencia de los más variados empujes al goce. Lo que é llama la “sobredosis generalizada”.
Gracias a Freud sabemos que la condición para que haya un ideal es que haya represión. No es raro entonces que en una época en la que la represión brilla más bien por su ausencia, haya un palidecer de los ideales que a la vez son los que introducen alguna regulación en cuanto al goce. Así, a menor represión, mayor declinación de los ideales y mayor empuje al goce.
Para los hijos el padre ya no es alguien en quien se pueda creer fácilmente como antaño. Para la mayoría, es un “pringao” más. Los sujetos se identifican menos con las historias familiares que con las comunidades de pertenencia que representan algún tipo de ideal aunque este sea un ideal de cómo gozar de las maneras más diversas.
Ante todo esto, una reacción peligrosa es la del anhelo de un Padre que restituya el orden mediante la supresión de todos los derechos. Una llamada al fundamentalismo sea religioso o político. La creencia de que finalmente habría un Uno regulador de todos los goces. Tentativas más peligrosas aún que la llamada declinación del padre.
Desde hace años, la cartelera de cine está repleta de películas en las cuales el tema del padre ocupa el lugar central. Un ejemplo relativamente reciente es el de la película El gran Torino de Clint Eastwood que plantea brillantemente las consecuencias del capitalismo en los vínculos: sea entre padres e hijos, sea entre comunidades raciales o entre los trabajadores.
El gran Torino es un modelo del 72 de la casa Ford, y que se transformó en un icono de la década de los 70. Es un objeto diferente al objeto de consumo posterior del capitalismo del hiperconsumo como lo llama G. Lypovetski, en La felicidad paradójica.
La diferencia no radica en que ese coche no fuera también un objeto de consumo, sino porque en los años 70 era un objeto con un valor agalmático y perdurable.
Objeto para lucir, exhibir, y a la vez un objeto a cuidar y contemplar. (Este coche, es objeto de la mirada de su dueño: Walt Kowalski, pero también de todos aquellos que lo contemplan. Objeto a mostrar desde hace más de 30 años, tan bonito como el primer día.)
Ese coche es el condensador de toda la trama del film. Representa otro tiempo otro modo de capitalismo menos voraz en el que un obrero como Walt podía encontrar cierto gusto en su trabajo, aunque fuera en una cadena de producción. (El hombre tenía herramientas con las cuales poder arreglar bien el coche.)
Ese coche, es el testigo de una época que está delante de todos como aviso, advertencia, recuerdo. Imagen ideal de lo perdido y que atrapa la mirada de los jóvenes.
Lo que Walt Kowalski rechaza es que ese objeto pueda ser adquirido solamente como un objeto de consumo y de satisfacción inmediata. Que sea tomado solamente en su valor de uso, y que sea desprovisto de su valor asociado al trabajo, el esfuerzo, el cuidado. Desprecia que sea usado como un objeto más entre otros.
Pero además, es también la metáfora del uso que se puede hacer del padre para servirse de él en vez de la fórmula acertada de Lacan en cuanto al padre: esto es “pasar del padre a condición de servirse de él (seminario 23, lección 13 Abril 1976). Servirse de él no es servirse de su persona, aprovecharse de él, sino servirse del NP.
Se podrá pasar del padre-no en el sentido del pasar pasota- sino en el sentido de no permanecer bajo la sombra imaginaria del padre, si y solo si se tiene en cuenta en cuanto a su función de nudo, que articula R,S,I.
Walt Kowalski es un padre insatisfecho de la relación con sus hijos. Ignora la razón por la cual sus hijos sienten tan poco apego hacia él, y por qué quieren servirse de sus bienes y tienen tan poco en cuenta su falta. Tampoco soporta la diferencia que le separa radicalmente de ellos.
Este hombre, sabe que arrastra varios pecados, como todo padre, y que sus hijos tuvieron que pagar el precio de la carga que para él supusieron tales pecados
Este hombre al final de su vida se transforma en un héroe: aquel que es capaz de implantar el orden ahí donde no alcanza la ley.
Kowalski se va desvistiendo del ropaje con el que creyó tapar su falta, creándose a sí mismo un personaje gruñón, para dejar-se ver el sujeto en falta que esconde detrás de todo ello y los dramas de su existencia, fundamentalmente haber sido obligado a ir a una guerra y matar a otros hombres sin saber porqué, siguiendo el mandato insensato de “matarás a tu enemigo”. Orden insensata a la que al final de la película se rebela, pagando con su propia vida ante la violencia de una banda hmong cuyo goce pasa por extorsionar al otro por su diferencia.
El final de la película es el sacrificio del padre para salvar al hijo. Paga el pecado de haber sido él mismo responsable de la muerte de un joven en la guerra que tan sólo quería rendirse, imagen que le persiguió durante toda su vida desde que terminó la guerra de Corea.
Consigue además transmitir al vecino hmong Thao- que vive entre mujeres y sometido a la ley de su clan con tradiciones muy fuertes-, su amor por arreglar cosas en un tiempo donde ya no se arregla nada porque trae más cuenta comprar algo nuevo. Le presta herramientas para que pueda ir a su trabajo, y además, le presta las herramientas simbólicas que le permiten salir del impasse en relación a su amor por una chica. Dejar de fantasear en su imaginario con ella y jugarse su castración declarándole su amor, e incluirse en la serie de los varones como uno más. Escapa así a la ley caprichosa de la banda de su primo en la que le prometían insignias de pacotilla conseguidas a base de tiros.
Thao acepta pagar el precio a su acto de haber intentado robar el gran Torino.
Asume que de nada sirve pretender apropiarse de las insignias del Otro sin pagar ningún precio por ello. Por usar el coche del padre nadie se hace más hombre. Será un hombre como otros si acepta pagar el precio de la castración. Tan sólo se puede disponer del símbolo fálico del cual un hombre es portador y que le permitirá poder acceder al otro sexo, a condición de no creerse ser su propietario. Eso quiere decir servirse del padre, del NP.
Al final de la película, Thao recibe por herencia el gran Torino. Es el premio al pago que hizo, pero con la condición de que no lo consuma del todo. Esa es la condición de lo que se hereda, se puede gozar pero en usufructo, sin despilfarrar. Para Lacan “ahí reside la esencia del derecho: repartir, distribuir, retribuir lo que toca al goce”.
Esta sería la cuestión ética que pone punto final a la película…
El Gran Torino no es más que un símbolo que realmente no pertenece a nadie sino que pasa de uno a Otro si todo va bien. Nada que ver con un ideal del padre, pues ese ideal es mejor que esté en crisis.
Entonces, mejor taparnos los oídos ante la VOZ de las sirenas de aquellos que proclaman la restauración de un Padre que salvaría a la humanidad, condenándola a lo peor.