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Adolescentes: una cita con el cuerpo
El tema de las Jornadas “La adolescencia, una cita con el cuerpo”, responde a las preguntas que los analistas nos hacemos cuando atendemos en nuestras consultas o instituciones a adolescentes, ya que con frecuencia el cuerpo está en primer plano. Un cuerpo que está cambiando, excitado, agitado. Un cuerpo que se impone a ellos mismos y también al Otro. Un cuerpo con una imagen que lo acompaña.
Las palabras adolescente y adulto, derivan del verbo latino adolescere, que significa crecer, desarrollarse. Adolescente deriva del participio presente que es activo, luego es el que está creciendo. El participio pasado de adolescere es adultum, el que ya está crecido. Hay en latín un homónimo del verbo anterior adolescere con el significado de llamear, inflamarse, encenderse, arder en llamas, quemarse. Se trata de la forma incoativa del verbo latino adolere ‘quemar, encender, honrar’, y es un término empleado en el ámbito de lo sagrado para referirse a las ofrendas y sacrificios rituales en honor de los dioses.
Adolescencia y cuerpo son inseparables entonces. Adolescente sería aquel que está creciendo y que por ello hay algo en él que está ardiendo, encendido en las llamas de su sexualidad.
Habría que añadir que la cita con el cuerpo es inevitable, no se puede no acudir ni olvidar.
Si el tema suscita preguntas es porque ese proceso de crecimiento es complejo. Es un pasaje de la infancia a la edad adulta. Es decir, el pasaje de un tiempo en el cual, el niño tiene sus propias respuestas, pero cuyas decisiones están bastante a merced de los padres u otras figuras sustitutas, a otro tiempo en el cual se decide por sí mismo. Subrayo la palabra tiempo, pues es algo imprescindible en ese pasaje de una época a la otra. Hace falta tiempo para el adolescente. Tiempo del otro para con él, y también del propio adolescente para consigo mismo. Tiempo que a menudo se obvia, exigiéndoseles que, ya que demandan independencia, deberían comportarse como adultos en todos los sentidos. Hay una prisa en ambos en que el adolescente deje de serlo.
En este tiempo de pasaje, está la cuestión del cuerpo, pues se experimentan cambios para los cuales no hay preparación alguna, y menos aún en nuestra cultura en la cual no hay ritos de paso que sí hay aún en algunas culturas. No es casual que sea precisamente en este momento, cuando sea frecuente el hacerse marcas en el cuerpo: piercings, y tatuajes. O cuando aparecen síntomas relacionados con el cuerpo: Trastornos alimentación, cutting entre otros. Ni tampoco que pasen tanto tiempo delante del espejo, pues es difícil ir acomodando los cambios puberales a la imagen, sobre todo porque lo que está empujando es la pulsión, y ésta no tiene respuesta en la imagen que se busca acomodar.
En psicoanálisis decimos que el cuerpo ha de constituirse, y lo diferenciamos del organismo. Al nacer, somos un organismo vivo, que viene precedido por una espera del Otro que nos acoge en un baño de lenguaje, lo cual imprime una primera marca sobre ese organismo que poco a poco va libidinizando, lo cual significa portar las marcas de un deseo que no sea anónimo. Lacan en las Dos notas sobre el niño (1968), refiere el fundamento de la familia conyugal a “lo irreductible de una transmisión” como algo necesario para que haya una constitución subjetiva, lo cual implica sin duda también la constitución de un cuerpo, y lo conecta a la relación con un deseo que no se anónimo. Transmisión que sitúa tanto en la función de la madre como en la del padre. Plantea que la función de la madre es la de los cuidados, pero marcando la necesidad de que éstos estén firmados, signados por un interés particularizado, “aunque esto sea por la vía de sus propias carencias”. Lo importante de esos cuidados, es que transmitan un deseo particular, lo cual no tiene nada que ver con los ideales de los buenos cuidados de la buena madre. Es esa particularidad lo que hace que el organismo vaya dejando de ser tal y se pueda ir convirtiendo en un cuerpo erogeneizado, es decir, susceptible de erotismo. Un erotismo que es deudor del lenguaje. Pues sin lenguaje no hay cuerpo.
Esto implica que cada una de las funciones corporales vitales se separe de su función biológica adquiriendo entonces un carácter pulsional y en dependencia del Otro. El humano pierde así el carácter animal. El efecto más significativo del lenguaje en tanto que agente transmisor de ese deseo particular, es que la sexualidad humana tampoco es animal. Está subordinada a los efectos de esas marcas que se imprimieron en el cuerpo en los primeros cuidados, y a la vez a las contingencias de los encuentros sexuales de cada uno. Por lo tanto nada es predecible ni calculable. Valga como ejemplo el filósofo J.J Rousseau (s. XVIII), a quien se le atribuye la invención de la adolescencia como fase de la vida distinta de las demás, aunque en realidad no fue así, si bien él sí transmitió al mundo moderno el problema que se plantea cuando un niño asume las responsabilidades sexuales y morales de la edad adulta. Pues bien, Rousseau se quedó huérfano de madre a los 8 días de nacer. Su padre quedó muy apegado a él, pues le recordaba a su esposa. Su único hermano mayor abandonó la casa muy pronto, y él fue cuidado por una tía paterna y una niñera hasta que a los 8 años, debido a una disputa legal, su padre debió abandonar Ginebra, dejando a su hijo al cuidado de unos tíos, quienes le enviaron junto a su primo a vivir con un pastor y su hermana, la señorita Lambercier. En sus cuidados “maternales”, esta mujer aplicaba amenazas y castigos corporales. En ocasiones azotó firmemente a Rousseau, quien “confesó” que disfrutaba plenamente con ello. Fue a partir de esas palizas que dijo lo siguiente: “descubrí en la vergüenza y el dolor del castigo un ingrediente de sensualidad que me dejaba ávido, más que temeroso, de que la misma mano repitiera su acción”. Estas fueron pues sus primeras excitaciones sexuales –contingentes- que tuvo en su infancia, y que determinaron sus deseos e inclinaciones el resto de su vida. Insisto en el carácter de contingencia, pues su respuesta a las palizas no estaba prevista de ante mano. Contingentemente en él se anudó una satisfacción sexual al hecho de ser pegado.
Nada que ver con la conocida anécdota que le aconteció a James Joyce en su adolescencia y que relata en Retrato del artista adolescente que tiene un carácter auto biográfico. En un pasaje relata una disputa con unos compañeros sobre quién era el mejor poeta. Joyce dijo que Byron, y los compañeros empezaron a mofarse de él. Después le amarraron y comenzaron a pegarle. Él se defendió a patadas y finalmente consiguió desasirse, huyendo sus “verdugos” riéndose. “Mientras él, medio cegado por las lágrimas, echó a andar vacilantemente, crispando los puños enfurecido, sollozando”. Pero después Stephen se preguntaba “por qué no le guardaba mala voluntad a aquellos que le habían atormentado”. Recordar lo ocurrido no le suscitaba enojo. Aquella noche al regresar a su casa, “había sentido que había una fuerza oculta que le iba quitando la capa de odio acumulado en un momento con la misma facilidad con la que se desprende la suave piel de un fruto maduro”. Se preguntaba por qué su alma era incapaz de albergar el amor y el odio. […] “Nunca había sido capaz de conservar su resentimiento largo rato, sino que había sentido que se iba desvaneciendo en seguida como una cáscara o una piel que se desprendiera con toda suavidad de su propio cuerpo”[…] Así pues Joyce era un sujeto que no padecía de las pasiones del ser como el amor y el odio. Pasiones que afectan al cuerpo.
No hay ninguna regla ni tampoco ningún saber instintivo que diga cómo un sexo se relaciona con el Otro. Se trata de un agujero estructural en el humano, y que está en el núcleo de los síntomas que padecen todos los neuróticos sea cual sea su edad. A su vez, la no inserción de ese agujero simbólico en el caso de los sujetos psicóticos, es la causa fundamental de los fenómenos bizarros que padecen en sus cuerpos.
Otra particularidad de la sexualidad de los seres hablantes es que el cuerpo que se tiene, no conduce necesariamente a ninguna orientación sexual ni tampoco a una manera determinada de gozar. Lo que sí va a ser necesario es que varones y mujeres se identifiquen con su propio sexo, lo cual añade una complejidad mayor en el caso de la mujer.
O sea que la sexualidad en el humano no viene dada por naturaleza, pues requiere de mecanismos simbólicos e imaginarios para su constitución. Esta complejidad es la que está en juego de manera inevitable en esa cita de la adolescencia, pues es el momento en el cual se produce el acercamiento sexual de los cuerpos, luego será también el terreno donde aparezcan los síntomas, las inhibiciones, la angustia, los pasos al acto, los actings out, los desconciertos, el aturdimiento y las conmociones.
Quien se interesó por primera vez en la complejidad de la sexualidad humana fue Freud, que muy tempranamente escribió sobre ello en Los Tres ensayos para una teoría sexual en 1905. El apartado primero de las “aberraciones sexuales” da cuenta justamente de cómo no se puede aplicar el concepto de “normalidad” a la sexualidad, y de su planteamiento de lo “perverso polimorfo de la sexualidad, que no es otra cosa que el efecto de la ausencia de objeto. Ausencia que se suple con los llamados objetos parciales, y que se llaman así porque no se puede hablar de un objeto total. Objetos en torno a los cuales giran las pulsiones.
Freud fue el primero en plantear lo que él llamó “fases evolutivas de la organización sexual”. Lo interesante de su planteamiento es su idea de que la sexualidad tiene que organizarse para poder acceder a ella. Hay que pasar del autoerotismo a la elección de objeto. Es lo que se llama el Edipo, que es el proceso psíquico que permite una identificación con el propio sexo, y cuya característica fundamental es el llamado complejo de castración. Es la manera en la cual Freud inscribió la inserción de la ley simbólica en el humano vía los padres. De manera que no hay acceso posible a la sexualidad sino a través de este pasaje por lo simbólico. Pasaje que se da en todas las culturas y que consiste en la inserción de lo simbólico en lo real del sexo. Se trata de ubicar un nombre ahí donde en la estructura de lo simbólico hay un agujero en cuanto a lo sexual.
A falta de un instinto sexual que lleve el macho a la hembra sin posibilidad de error, en el humano se crea algo que ocupe dicho lugar a modo de suplencia. Freud lo llamó Edipo. Lacan lo llamó primeramente Nombre del Padre, para terminar hablando de función paterna. Lacan se separa de la idea Freudiana del padre como aquel que ejerce su función prohibiendo el acceso a la madre. En Dos Notas sobre el niño habla de la función del padre de la siguiente manera: “su nombre es el vector de una encarnación de la Ley en el deseo”. Es decir, que lo fundamental de su función es su deseo, en tanto que éste encarna, transmite la ley que no es otra que la ley de la castración. El padre es alguien que puede jugarse su deseo en tanto y cuanto dicho deseo toma en cuenta la castración. Un deseo de él en tanto que hombre, es decir, que nombra a su partenaire como su mujer, y a la vez nombra a su hijo como tal.
El encuentro con el otro sexo, será el momento donde se teste, se ponga a prueba lo acontecido en el Edipo. Si todo fue más o menos bien, entonces podrá acceder al otro sexo sin mayores problemas.
En definitiva, en la adolescencia se trata de ajustar lo que en el propio cuerpo está cambiando de esa manera sorpresiva y sorprendente, con otros cambios que necesariamente llevan mucho tiempo, es lo que hace que la adolescencia sea un periodo de la vida tan vivo, y tan sujeto a modos de respuesta radicales ante los conflictos, ya que hay una urgencia íntima en separarse del Otro familiar, y sin saber claramente hacia dónde dirigirse. Separación del Otro no significa que sea sin el Otro, y eso es lo difícil para el adulto en su relación con el adolescente: cómo ofrecerse como alguien dispuesto a escuchar, apoyar, pero a la vez estar dispuesto a ser dejado, que no es lo mismo que olvidado. Ofrecerse sin esperar nada a cambio. Esto es lo que hace tan particular la transferencia en el trabajo con adolescentes. A veces, en el proceso de separación de las figuras paternas ocurren pasajes al acto o actings out como maneras de cortocircuitar el encuentro con lo que angustia, o también como respuesta ante la misma. Todo lo anterior son cuestiones de estructura, pero hay otra cosa que no se puede ignorar, y es la articulación de todo lo que venimos hablando con el discurso social de cada época. Veamos entonces algunas características de ese discurso social actual: Es un tiempo en el que el valor del mito se extingue, donde se habla de la caída del padre así como de las figuras de autoridad, donde no hay un discurso acerca del amor, donde el valor de la tragedia se muta en la propagación de imágenes del horror repetidas mil veces, donde la mercantilización favorece la falta de vínculos con los otros, donde se propaga la homogeneización de los sexos, pero donde a la vez que se profieren los discursos de la igualdad aumentan las segregaciones, donde el valor de la imagen es enorme, donde se habla de usuarios en vez de sujetos, donde se transmite la idea de que es posible alcanzar lo imposible si se quiere, donde la tecnología está sustituyendo cada vez más la mano de obra humana, donde se despide a los trabajadores sin defensa alguna, donde se confunde el sexo con la pornografía, donde se habla de posverdad en vez de mentira, donde la mentira es impune, donde el insulto sustituye a la contrastación de argumentos, donde el ruido impide el silencio, donde se trafica con los cuerpos y sus órganos etc., etc.
En un tiempo así que es el nuestro, no es de extrañar que surjan respuestas sintomáticas del lado de los adolescentes a modo de denuncia, pero también a modo de separación radical de un mundo respecto del cual no tienen la seguridad de poderse mantener, donde parece que no hay alternativas ni esperanzas de un mundo mejor.
El psicoanalista tiene que estar atento a todo esto y no dejarse llevar por los cantos de sirena que hablan de que cualquier tiempo pasado fue mejor, o de que los adolescentes no tienen intereses, o alarmarnos en exceso ante las nuevas formas de síntomas o de conductas impulsivas. Se trata más bien de que podamos entender lo que está pasando, y no responder con prejuicios o juicios morales, ya que éstos son una máscara del no querer saber lo que ocurre. Se trata pues de poder ofrecer nuestra escucha para que el sujeto adolescente encuentre una ubicación donde poder desplegar su mapa. No es poca cosa.