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Adicciones: rechazo del vínculo, soporte del vínculo
Comenzaré con una precisión terminológica: ¿drogodependencias, toxicomanías o adicciones?
El término drogodependencias es una expresión de nuevo cuño, que toma auge a partir de final de los 70 y principios de los 80, momento en que el fenómeno de las drogas adquiere las dimensiones de un problema social y se le comienza a prestar por parte de las instituciones públicas, una atención que anteriormente no había tenido.
La introducción del término trata de eludir el aspecto peyorativo y discriminatorio que tenían designaciones tales como toxicómano o drogadicto, a la vez que es un intento de homogeneizar el consumo de drogas con otros comportamientos dependientes: alcoholismo, ludopatía y otras subordinaciones del sujeto.
Se trata de un ordenamiento a partir de los objetos que existen en el mercado. El postulado es que los objetos de consumo producidos por el avance científico pueden originar una dependencia física, psíquica y social, frente a la que se propone un ideal de independencia cuya consolidación se lograría a partir de una pretendida unidad bio-psico-social. Se acentúa así una confusión que consiste en considerar equivalentes los diferentes objetos de consumo, cuando en realidad se trata de experiencias dispares y heterogéneas: el consumo de drogas implica un goce que pasa por el cuerpo.
La manía, sin embargo, por su uso histórico en psiquiatría, apunta a lo mental del individuo y designa, podemos decir, una dolencia mayor. Hasta el siglo XIX era sinónimo de locura y de un trastorno general de las facultades psíquicas. Hace referencia al ansia y a la participación del sujeto.
Por su parte el término adicción etimológicamente significa la sumisión de alguien a un amo.
Tiene su origen en el Derecho, en una norma reguladora del intercambio comercial, cuya expresión es adicción a díe, que indica el “pacto según el cual el comprador recibe la cosa a condición de que la venta quede rescindida si, en un plazo previamente señalado, encuentra el vendedor quién le de más”. Se trata, pues, de un acuerdo sin garantía sobre la cosa, toda vez que puede haber otro que pague más.
Podemos reconocer aquí, sin muchas dificultades, al toxicómano que no obtiene ninguna garantía sobre su goce por más que trate de renovar su plazo para lograrlo, pagando como sujeto cada vez más, pagando hasta con su vida. Más compra su goce, mas paga como sujeto.
Segunda precisión. Los tipos de adicciones no constituyen un diagnóstico. Ni las toxicomanías ni el alcoholismo son un diagnóstico, por el contrario lo enmascaran.
Ni son un diagnóstico del caso ni deben sustituirlo por más que las adicciones vengan consideradas como tal en los manuales más usuales, tipo CIE 10 o DSM IV. Detrás de la adicción que un sujeto presenta, hay una categoría clínica subyacente, que el tóxico cubre.
La tipología queda establecida como una clasificación en función del objeto de consumo, con el que se corresponden una serie de efectos sobre el organismo y un patrón de comportamiento para cada sustancia. Se produce de este modo un deslizamiento a través del cual las propiedades del objeto pasan a designar al sujeto.
La dificultad con esta forma de proceder estriba en que los tipos de adicciones se convierten en un diagnóstico del caso, al que por lo común el paciente se adhiere, o más bien viene ya adherido, y más que un diagnóstico lo que tenemos es un autodiagnóstico, una tarjeta de presentación a la que damos nuestra conformidad.
De ahí resulta un problema: estas denominaciones proporcionan al sujeto un buen refugio para continuar ocultando aquello que trata de cubrir con su droga.
Si bajo la adicción los síntomas psíquicos quedan sepultados, su nombramiento como toxicómano o alcohólico acaba cumpliendo la misma función de ocultamiento de su malestar subjetivo. Así, pues, las clasificaciones en nombre del objeto operan como significaciones cerradas que no hacen lugar al sujeto y solo refieren hechos de la observación.
He tomado este punto de partida para plantear una premisa básica: en las adicciones, cualquiera que sea su variante, se busca una satisfacción. Esta perspectiva me permite abordar la cuestión de los tipos de adicciones, no desde una clasificación establecida a partir del objeto de consumo, sino a partir del sujeto.
Voy a centrar mi intervención en una división clásica que implica dos modalidades diferentes de satisfacción: toxicomanías y alcoholismo y que implican dos posiciones distintas en cuanto al vínculo social: una es el rechazo de ese vínculo. Es lo que se presenta en las toxicomanías, cuya satisfacción tiene lugar en la exterioridad de lo social.
La otra es el intento por mantenerse en lazo social. Es lo que observamos en el alcoholismo, cuya satisfacción la consideramos en el interior de lo social. El alcoholismo en su concepción clásica.
Lo que importa en esta división, toxicomanías y alcoholismo, no es la sustancia, sino la posición que un sujeto mantiene con la sustancia, el uso que hace de ella.
Vínculo social
Para avanzar necesito dar un pequeño rodeo.
Cuando pensamos en un sujeto, lo pensamos situándolo en el mundo, en los lugares que ocupa, en las funciones que desempeña, en su inserciones social, familiar y laboral. Es decir que lo situamos dentro de un vínculo social, dentro de unas coordenadas en las que él, como sujeto, se relaciona con los otros. Al respecto vamos a considerar dos cuestiones:
- lo que llamamos identificaciones,
- y la obtención de cierta satisfacción.
El hombre tiende naturalmente a un vínculo que está marcado por una serie de ideales a los que aspira y a los que se acomoda. Si este vínculo se mantiene estable, más o menos armonioso, y sin distorsiones aparatosas, decimos que hay un orden que funciona y que indica a los sujetos cómo se pueden representar ante los otros.
En este sentido es un orden que pone en funcionamiento unas normas que regulan las relaciones dentro de lo colectivo y que dictan la integración de un sujeto a la comunidad. A la vez, fabrica una serie de ideales afines al conjunto de la colectividad, ideales que proporcionan una orientación común a la vida.
Las normas sociales señalan a los sujetos las vías para acercarse a esos ideales. Estas vías son las vías de las identificaciones con los lugares que ocupan en el andamiaje social, acordes con el buen funcionamiento de la comunidad.
Vamos a distinguir, dentro del vínculo social, por un lado los sujetos, las personas, y por otro los lugares que las personas eventualmente ocupan. La definición más simple de un lugar es que es diferente de otro lugar.
Cada uno ocupa un lugar, pero ese lugar puede ser ocupado por otro. Es decir, alguien ocupa un lugar, ese alguien puede desaparecer, dejar de estar en ese lugar, pero el lugar permanece. Para que las cosas funcionen, el lazo social requiere de sujetos suficientemente identificados con esos lugares que ocupan. Es decir, sujetos que tienden a ser como esos lugares, a ser una misma cosa. Y eso es lo que le va a permitir a cada uno representarse en sus relaciones con los demás.
Las identificaciones tienen, en consecuencia, una función socializadora e integradora del sujeto en el vínculo social. Lo que debe ser, lo normal, según las proposiciones del orden dominante apunta al Ideal.
Del “éxito de las identificaciones” depende la eficacia de este orden en funcionamiento. El éxito de las identificaciones es el éxito del sistema.
Pero la eficacia del orden social no depende únicamente del éxito de las identificaciones, sino que también depende de la regulación de los modos de satisfacción. Una aclaración respecto al término satisfacción: en psicoanálisis entendemos la satisfacción como fundamentalmente displacentera, en la medida en que no hay un objeto complementario para el hombre, ya que el objeto es siempre sustitutivo, cambiante, En el hombre el objeto es indiferente, lo que hay es un empuje a una satisfacción, que va en contra del ideal y del bienestar del sujeto.
En el alcohólico, por ejemplo, hay un empuje a beber para mantenerse en los ideales pero hay un umbral, cuyo franqueamiento da lugar a la culpa. Otro caso es la exaltación narcisista que se produce en la cocaína, útil para las relaciones sociales, pero pasado un cierto punto, el bienestar se le torna al sujeto malestar, al no poder separarse de esa búsqueda de satisfacción. No existe la justa medida para la satisfacción. Por eso hablamos de displacer, bien por un defecto o bien por un exceso de satisfacción. Es lo que llamamos goce.
Las normas que regulan el vínculo social proporcionan también el marco para los modos de satisfacción, de forma tal que encajen con la vida colectiva y no perturbe el funcionamiento social.
Hay pues un arbitraje sobre las satisfacciones que impone límites, que establece lo tolerable, lo aceptable para que no traspase lo que es acorde con las identificaciones de los sujetos. La integración equivale a una homogeneización de las formas de alcanzar satisfacción. Se trata de una uniformidad que exige al individuo la renuncia a una parte de satisfacción en aras de su inserción en la vida colectiva. De este modo se establece la segregación respecto a los modos de satisfacción ajenos a esas identificaciones, a los modos que no entran en la homeostasis comunitaria.
El bienestar social, por tanto, estaría dentro del consumo de objetos en los que participa la comunidad, y el malestar estaría en lo que desborda ese marco.
En los puntos de agrietamiento de este vínculo social es donde podemos situar las toxicomanías y el alcoholismo, como patologías del vínculo social. El punto de fractura lo constituye el fracaso de las identificaciones sociales que se presentan como el fracaso de la integración a la comunidad.
Si el orden social promueve identificaciones, es este mismo orden social el que produce, como contrapartida, un resto que no pasa por la vía de las identificaciones, resistente a la identificación, no metabolizable por las normas. Es decir, que se trata de un resto formado por aquellos que no entran en este funcionamiento colectivo de la identificación a un Ideal, aquellos en los que hay un defecto en la identificación.
Es aquí donde quiero situar la idea que intento transmitir y que me permite diferenciar toxicomanías y alcoholismo: las toxicomanías como el rechazo de las identificaciones, que sitúa al toxicómano encarnando en la colectividad ese resto que escapa a las identificaciones con el ideal y el alcoholismo -en un movimiento opuesto- como el intento de apuntalar estas identificaciones cuando hacen fractura para un sujeto.
Toxicomanías
Tal como hemos dicho, las normas que permiten el mantenimiento del vínculo colectivo suponen la instauración de un orden simbólico que regula la convivencia de los individuos.
Es más allá de estas coordenadas donde podemos situar las toxicomanías como experiencia límite, límite a la palabra misma.
En el toxicómano se produce un rechazo del sistema simbólico en el que él mismo está representado y el precio de ese rechazo es su propia desaparición como sujeto identificado en los lazos sociales. El vínculo social no cuenta, sólo está interesado en su satisfacción y en el momento de surgimiento de su goce, de su experiencia toxicomaníaca, se produce el eclipse del sujeto.
Si partimos de la premisa de que hay una demanda de satisfacción, es porque la experiencia humana está atravesada por una insatisfacción fundamental.
Freud lo explicita en El malestar en la cultura : el hombre ha de renunciar a una parte de su satisfacción en aras de la comunidad, del bien común y del lazo social. Esta pérdida obligatoria de satisfacción introduce en el hombre la dimensión de una falta, una de cuyas coberturas es la toxicomanía, una de las formas de taparla es con el objeto droga.
Todo objeto de satisfacción en el hombre está marcado por esa primera renuncia que impide que exista una complementariedad para el hombre con su objeto. Por eso los objetos son intercambiables, perecederos, y devienen insatisfactorios. De aquí la potencia de la droga como objeto, puesto que al toxicómano se le presenta como el objeto que colma y satisface su necesidad.
Es por esto que el toxicómano sale del vínculo con los otros, porque tiene su objeto. Ese objeto cuya renuncia, como hemos dicho, es ineludible para vivir en comunidad. Y por eso existen las palabras, para hablar de lo que no tenemos, de lo que no somos, de lo que queremos, de lo que nos falta, de lo que hemos perdido. Renunciamos a esa satisfacción primera para socializarnos y en su lugar ganamos el lenguaje.
El toxicómano dice no a la insatisfacción inherente a la condición humana, necesaria para el vínculo social. Por eso el toxicómano se aparta del vínculo social por excelencia, la palabra, y su experiencia es una experiencia silenciosa, imposible de nombrar, porque está con su objeto. Es una experiencia que, a lo sumo, comparte con otros, semejantes en eso, en esa satisfacción puntual del momento mismo del consumo.
Pero no puede dar un sentido a la droga : sus palabras -como portadoras de su verdad- han sido sustituidas por el tóxico, y no dice nada que pueda connotar algo sobre el goce que experimenta, o sobre sí mismo, algo en él queda fuera del lenguaje. A lo sumo habla de lo que otros dicen de él: médicos, psicólogos, sociólogos, trabajadores sociales , juristas …
Ese slogan terrible de “la droga mata” hay que tomarlo no solo en el sentido de una muerte física, sino también en el sentido de una muerte subjetiva.
Esa insatisfacción inaceptable para el toxicómano, en el neurótico es tratada por el principio del placer, principio homeostático, regulador de la tensión psíquica que intenta evitar, por decirlo así, el exceso de excitación, el displacer. También lo podemos entender como un operador cuyo objetivo es abolir el sufrimiento procedente de un estado de insatisfacción, de tal forma que le permita a un sujeto situarse en el mundo, en sus vínculos sociales, en sus significaciones de la vida, con sus modos para aplazar la satisfacción y tratar con la insatisfacción.
Alcoholismo
Ahora bien puede suceder, y sucede, que el principio del placer fracase en su función, es decir que haya excitaciones, acontecimientos, lo suficientemente intensos para un sujeto, que este amortiguador del malestar no pueda registrarlo, no pueda darle una representación en la economía psíquica que ha permitido al sujeto sus identificaciones.
En este punto, podemos considerar el alcoholismo como el intento de mantener el funcionamiento del principio del placer, como el modo para sostenerse en sus lazos sociales.
Cuando algo en la vida de un sujeto no le resulta asimilable y amenaza la estabilidad de su vínculo social, que le da un sentido a su existencia, el alcohol puede tener aquí como misión apuntalar eso que amenaza con derrumbarse.
Con el alcohol el sujeto trata de sostener la ficción de que puede dar respuesta a todo, de que él puede con cualquier fisura que aparezca en su vida. Es, pues, una respuesta defensiva ante un acontecimiento que le resulta traumático.
En este primer momento el sujeto muestra una posición engañosa de dominio sobre el alcohol, él lo controla, sabe cuánto puede beber, hasta dónde puede llegar. Incluso puede alternar períodos de abstinencia con los momentos de omnipotencia que la embriaguez le proporciona. Es decir, el alcohol como tapadera de sus dificultades le resulta eficaz.
Lo que el toxicómano destruye es lo que el alcohólico intenta salvar. Si la toxicomanía saca al sujeto del lazo social, el alcoholismo es el intento por aferrarse a ese lazo.
En un segundo tiempo, lo que le vuelve es que su falsa solución para mantenerse en el principio del placer le lleva más allá, que su aspiración de mantener a distancia esa irrupción de displacer, por algo que le es insoportable, le retorna con displacer también.
Le vuelve que su solución atenta contra sí mismo.
El vino demasiado – le dice Don Quijote a Sancho – ni guarda secreto ni cumple palabra.
Podemos suscribir estas palabras de Don Quijote, en el sentido de que el alcohol demasiado ni cumple la promesa fantasmática de felicidad, ni libra al sujeto del secreto de su verdad, que le retorna de forma sintomática, separándolo de los lazos que trata de mantener. No sin culpa.
En esa defensa que el alcohólico hace contra la quiebra de su vínculo con los otros, el uso de la sustancia le depara una satisfacción en exceso, cuya contrapartida es la culpa. Circuito infernal para el alcohólico que le mantiene en el alcoholismo.
Freud, en El malestar en la cultura, define la culpa como el temor a la pérdida de amor. Es decir el temor a la pérdida de la consideración de los demás, a la pérdida del afecto de aquellos con los que el sujeto se mantiene en su entorno, en sus relaciones, en su trabajo, en su familia. Por transgredir las normas que sancionan la vida en la comunidad, en ese modo de beber más allá de lo socialmente aceptable, le viene la culpa como el índice, como la alarma que le avisa de la amenaza de perder el amor de esos otros en los que él se reconoce.
Esta culpa puede funcionar como un mayor empuje al alcoholismo, pero a la vez le mantiene atado a su responsabilidad en el acto de beber, por más que trate de eludirla. Esta responsabilidad es la que puede permitirle llevar al registro de la palabra algo respecto de ese sufrimiento del que nada ha querido saber.